Sergio Mira Jordán

Concierto de Año Nuevo

Volvió el público al tradicional concierto de Año Nuevo. Volvió el público a la Sala Dorada del Musikverein de Viena, claro, porque el otro, el mayoritario, quienes vemos el concierto año tras año desde la comodidad de nuestros sofás, en millones de casas alrededor del mundo; todas esas personas a las que ni la resaca ni las sobras todavía en la mesa del salón nos impide tener una hora y pico de cultura anual; ese público fiel a la tradición de levantarse pronto (11:15 de la mañana en la España peninsular, aunque como descargo diremos que es una noche para acostarse tarde) nunca hemos dejado de encender la televisión y sentarnos ante el concierto. Poco nos han importado pandemias y demás. Y eso a pesar de que las obras se repiten año tras año. Sin embargo, ¿qué sería de Año Nuevo sin El Danubio azul? ¿Qué sin la Marcha Radetzky? ¿Qué sin todos esos vídeos de bailarines danzando frente a los monumentos de la capital austriaca y en otros paisajes de ensueño?

Está claro que el concierto es tradicional por eso mismo, porque es lo típico de cada año. Decía antes que habrá gente que no escuche más música «clásica» en su vida que la de esos valses. Bienvenido sea eso, en cualquier caso. Aunque solo sea por hacer la foto y subirla a redes. Aunque solo sea por el recuerdo infantil de cuando nuestros padres nos sentaban frente al televisor para nuestros noventa minutos anuales de cultura musical. Uno disfruta, desde luego, tararea cada pieza. Incluso las que nunca se han tocado, porque, digámoslo bajito, suenan todas tan parecido… Nos perdemos en el árbol genealógico de los Strauss, pero todos sabemos que ahí viene una repetición (pero ahora en forte), aquí un golpe de platillos y allá un fondo de pum-cha-cha. Sabido por inercia, porque lo llevamos en la sangre y así se lo transmitiremos a nuestros hijos por los siglos de los siglos.

También es tradicional, aunque algo más reciente, y una vez que ya perdió su gracia preguntar si el del triángulo cobra lo mismo que el del violín, la sempiterna queja de la cantidad de mujeres que conforman la Filarmónica de Viena. Pocas, es evidente. El realizador de televisión se encarga de enfocarlas a todas para que podamos llevar la cuenta. De hecho, hasta 1997 (y la orquesta se fundó en 1842) no entró la primera mujer como miembro de pleno derecho. Fue la arpista Anna Lelkes. Y hasta 2005 no la dirigió una mujer: Simone Young. Pero nunca ha habido una directora al frente de la orquesta el día de Año Nuevo. Después de Daniel Barenboim, será el austriaco Franz Welser-Möst quien recoja la batuta en 2023. Quizá tengamos que esperar hasta 2024 para ver una mujer dirigiendo el 1 de enero en la Sala Dorada. Quién sabe.

Termino con una reflexión. No me gustan las cuotas de género y, obviamente, no voy a opinar sobre lo que la Orquesta Filarmónica de Viena ha de hacer, porque para algo es plenamente autónoma, pero sí estoy plenamente a favor de que sea reconocida la valía de una persona, tenga el sexo que tenga y sea como sea. Para ello, y ya hay muchas orquestas (la mayoría) que lo implementan, me gustan las audiciones a ciegas, donde una pantalla separa al intérprete del jurado, máxime en algo que tiene tan poco que ver con lo visual como es la música. (Quizá así, sería de aplaudir, desde luego, se irían reduciendo los aspavientos y movimientos afectadísimos que hacen ciertos instrumentistas, puede que para venderle al público cuánto sienten la música que están tocando).

Ahora bien, ¿qué hacemos con la figura del director, al que es lógico valorar visualmente? Por un lado, hay que destacar que haya cada vez más mujeres que decidan estudiar y formarse en Dirección de Orquesta. Hoy por hoy apenas se dan casos como el de la neerlandesa Antonia Brico (cuya vida fue llevada al cine en 2018 por Maria Peters en la película La directora de orquesta) y, por suerte, hay bastantes mujeres dirigiendo orquestas importantes a lo largo y ancho del mundo. Pero, por otro lado, ojalá el concierto de Año Nuevo no se convierta en un escaparate para reivindicar la alternancia entre mujeres y hombres, porque luego caeríamos en alternar razas, etnias, lugares de residencia, religiones o qué sé yo. Creo que quedarse solamente en la figura invitada a un concierto puntual es anecdótico, sobre todo cuando todos esos que criticaban la situación en Twitter buscando el like rápido seguramente no escuchan más música que esos valses ni se han preocupado por contar las mujeres (¿y en serio hay que contarlas?) que hay en la banda o en la orquesta sinfónica de su ciudad.


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