Sergio Mira Jordán

Murieron en Novelda

Murieron en Novelda (relato)
Julio de 2017   BETANIA

Murieron en Novelda (por Adonay Soria)
Dibujo de Adonay Soria

«Yo era un niño, pero aún recuerdo con emoción los sollozos de mi pobre madre, que lloraba silenciosamente cuando mi padre, que había estado aquella tarde en la Serreta y había contemplado los cadáveres de aquellos siete hombres brutalmente masacrados a tiros y machetazos, narraba los pormenores de este gran crimen, perpetrado en el holocausto del orden». Con estas palabras, Francisco Alted Palomares recordaría muchos años después aquellos sucesos de 1896 que pusieron a nuestra ciudad, durante varias semanas, en el foco de la crónica negra y política de un país que despertaba del sueño de creerse ad eternum el imperio infinito en el que nunca se ponía el sol.

Novelda no llegaba entonces a las diez mil personas. Por eso, los nueve hombres que entraron en un bar de la plaza Fernandina fueron enseguida observados y analizados, más aún debido a su condición de forasteros. Llevaban poco dinero encima, así que pidieron media botella de vino para compartir y un plato de altramuces. Y se dejaron llevar por la música ligera de un aparato de radio y las voces de los pocos parroquianos que a esas horas, pasadas las diez y media de la noche de un diciembre helado, había en el local.

Los nueve hombres hablaban poco. Quizá por eso las miradas de soslayo invitaban a las suposiciones. Unos pensaron que ese grupo de jóvenes iba a pasar las Navidades con sus familias en el sur, que tal vez fueran jornaleros que iban de acá para allá huyendo de la filoxera, buscando campos más propicios al cultivo para llenar con cuatro perras los bolsillos raídos de su miseria. Cataluña estaba arrasada por el mal que secaba la tierra y, a pesar de que el Levante no había tenido mayor fortuna, algo podía sacarse todavía de los áridos campos noveldenses. Otros pensaron que huirían del reclamo de la guerra de Cuba, que había empezado en marzo del año anterior. En ese caso, alguien los acogería. Los del Círculo Republicano podrían esconderlos unos días, no mucho más, porque nadie iba a jugarse unos días de cárcel y menos en esas fechas tan señaladas. Por último, hubo alguien en el bar que, una vez se fueron los nueve muchachos, escupió el sobrante de tabaco y se pasó la mano rugosa por la espinosa barba antes de decir:

—Estos serán de la cuadrilla de Pinet.

—Pero ahí no estaba ese sátrapa —respondió otra voz.

El tal Pinet era un prófugo de la cárcel de Alicante que campaba a sus anchas por toda la provincia y que llevaba de cabeza a la Guardia Civil. Pero no se trataba de esa persona. El cabecilla del grupo que acababa de salir del bar era Pedro Requena, un joven villenero que, como otros muchos espíritus libres de su tiempo, ansiaba una época de libertad e igualdad que poco se parecía a la imposición borbónica. Después de los sucesos de julio en la capital alicantina, el recuerdo de la Gloriosa, todavía en boca de los republicanos más mayores, estaba cada vez más vigente en las conversaciones sottovoce que se oían en las casas, al caer el sol, como el murmullo de esos cuentos infantiles que narran los deseos incumplidos de una generación que aspira a cambiar el rumbo de la patria.

Los nueve jóvenes que salieron del pueblo cargando pesadas bolsas a los hombros  habían caminado durante horas antes de recalar en Novelda. Marcharon temprano de Alicante, adonde llegaron en varios coches. Tenían el encargo de ir hacia Madrid y, por el camino, ir volando los puentes del ferrocarril y las torres del telégrafo. Para eso eran los explosivos de las bolsas. Y por ese motivo, otros dos jóvenes, conocidos como Zagal y Saborenet, abandonaron la partida en San Vicente del Raspeig, cuando descubrieron los explosivos que Botella, herrero y empleado en los talleres del ferrocarril de Murcia, tenía. Hasta entonces habían hablado de ir a la capital y proclamar la República y la emancipación del obrero. Algunos se rieron, máxime viendo aquellas pistolas del tiempo de Napoleón. Pero la dinamita sí parecía auténtica. Así que esos dos muchachos se fueron y finalmente quedaron nueve. Los nueve que llegaron a Novelda. El mencionado Pedro Requena Perpiñán, que capitaneaba el grupo; Pascual Masó Moll, Antonio Torregrosa, Antonio Ortega Botella, Antonio Escalante, Antonio Lillo, Francisco Segura Linares, Luis Bañuls Brida y Francisco Sevilla Barrachina. Venían de todos los puntos de la provincia y buscaron algún lugar para descansar. Envueltos en un silencio atroz e iluminados por el brillo de la luna llena, alguno de ellos se sobresaltó cuando el reloj de la parroquia de San Pedro dio las doce campanadas que iniciaban el día 22 de diciembre.

Exhaustos, con los pies hinchados y el frío metido en los huesos como puñales oxidados, también algo desorientados, los nueve jóvenes llegaron hasta la ladera oeste de la Serreta, donde la finca de recreo del banquero noveldense José Navarro Abad se les antojó como un oasis en mitad del desierto. Llamaron a la puerta. Con insistencia, a pesar de que Requena recomendó no mostrarse agresivos ni levantar voces. «No queremos restar adeptos a la causa republicana», les dijo. Minutos después, Tomás Calatayud, un labrador de unos cincuenta años que cuidaba la casa, les abrió el portón de la entrada, legañoso. Miró a los hombres, una auténtica multitud, máxime a aquellas horas de la noche, y se temió lo peor, por lo que quiso cerrar la puerta. Pero Requena fue más rápido e interpuso un pie en el zaguán.

—Solo buscamos cobijo —dijo.

—Hay un hotel en el pueblo…

—Andamos cortos de dinero —añadió Escalante.

—Más que cortos, diría yo —dijo Lillo.

Otro de los jóvenes sacó de una de las bolsas una bandera española tricolor. Es Bañuls, que le dijo al casero:

—Seguro que conoce esta bandera. Representa el mejor momento de la historia de nuestro país y el mejor futuro. Sin amos ni criados, sin reyes ni linajes.

—¿El mejor momento? —preguntó el labrador—. ¿Apenas un año?

—Mire… —repuso Requena—. Solo buscamos un techo para resguardarnos del frío.

—No sé si el señor lo aprobaría…

—Mañana mismo nos iremos.

Tomás Calatayud pareció dudar.

—¿Mañana? —preguntó frunciendo el ceño.

—A primera hora.

El labrador abrió la puerta por completo y los nueve jóvenes entraron en la finca.

—Camas para todos no hay, desde luego.

—No es ningún problema —dijo Masó—. Además, he visto que hay un pajar junto a la casa. Allí podremos descansar.

El casero abrió la trampilla que, desde el zaguán, daba acceso a la escalerilla que conducía al pajar. Allí, con algunas mantas, los nueve jóvenes durmieron.

Al día siguiente temprano, convencieron al casero de que les sirviera algo para desayunar. Pero el labrador dijo que no había nada y que, de haberlo, si el señor veía que faltaba tanta comida en la despensa, le echaría todas las culpas a él. Los nueve hombres, que solo llevaban en el estómago los altramuces de la noche anterior, le dijeron al casero que fuera al pueblo a traerles algo. Y le dieron el poco dinero que les quedaba, apenas ocho pesetas. Cuando el hombre salió de la finca y se disponía a caminar los cinco kilómetros hasta el centro de la villa, algunos le preguntaron a Requena cómo pensaban continuar hasta Madrid si no les quedaba ni una perra.

—Cuando volemos el puente de Elda comenzará la revolución —les dijo—. Seremos famosos. Para entonces ya no nos hará falta el dinero.

Pero los ánimos, aguijoneados por el hambre, empezaron a decaer. Solo les quedaba la lectura. Requena cogió uno de los ejemplares que guardaba como oro en paño de aquel pasquín que inundó las calles de Alicante el verano anterior. Después de los impuestos que el alcalde José Pascual del Pobill, barón de Finestrat, subió a prácticamente todo (las puertas que sobresalían de las fachadas, los rótulos, los escaparates…), el comercio paró el primero de julio. Al día siguiente, cuatro o cinco exaltados incendiaron el edifico de la administración de consumos, lanzaron piedras contra la casa del alcalde y rompieron decenas de faroles de las calles. Se declaró la ley marcial. El día 3 dimitieron el alcalde, los concejales y el Gobernador civil. El 11 de julio, un pasquín cubría los adoquines de la capital. Clamaba por la República española. Es la misma octavilla que les leía entonces Requena, tal vez para fortalecer los ánimos: «Veintidós años de dominación borbónico-austriaca han sido tiempo bastante para arrebatarnos las libertades conquistadas, agotar nuestra fortuna pública y privada y, con ella, nuestro bienestar material. […] ¡Viva la República, encarnación de la honra de la patria, garantía de la justicia, de libertad y de moralidad; prenda segura y eficaz del decoro nacional comprometido». Todos respondieron los vivas con vítores y aplausos.

Mientras tanto, el casero llegó a Novelda. Puede que, carcomido por la culpa y encelado por el qué dirán del señor de la finca, cambió de parecer en último instante. Y se dirigió al cuartel de la Guardia Civil. Eran las siete de la mañana del 22 de diciembre de 1896. Lo recibió Miguel Barreto Hernández, capitán de la Primera Compañía del 15º Tercio de la Guardia Civil de Novelda. El casero explicó lo sucedido, remarcando la bandera republicana que le enseñaron los jóvenes y esas bolsas voluminosas que podrían contener cualquier cosa.

—¿Incluso explosivos? —preguntó el capitán Barreto.

—Podría ser —respondió Calatayud—. Quién sabe.

—Con esta gente nunca se sabe.

El capitán mandó a un guardia con Calatayud para comprar un mísero arroz con bacalao y regresar a la finca. Pero no volvió solo. A unos metros del casero caminaba una partida de la Benemérita: el capitán Barreto y sus hombres, el cabo Francisco García Compañ, el guardia primero Francisco Alcolea Carbonell y los guardias segundos Julián Conde Castaños, Fernando Morell Peral, Francisco Ronda Mengual, José Cánovas Escudero y Gaspar Rico Guill. Apostados a trescientos metros de la casa, los guardias civiles imaginaron los sucesos del interior tal como habían dispuesto minutos antes. El casero les prepararía la comida, los sentaría en la mesa grande de la primera estancia y, mientras los nueve jóvenes engullían hambrientos el insulso arroz, el guarda de la finca iría cerrando las puertas y las ventanas del edificio. Una por una. Convirtiendo la casa en una ratonera. Cuando todos terminaron de comer, Tomás Calatayud, según lo convenido, se dirigió a la puerta principal. Dijo:

—Voy a fumar un cigarro. Entro ahora.

Nadie le respondió. Apenas unos segundos después se desató la masacre. Los ocho guardias civiles entraron en tropel, disparando a diestro y siniestro, envolviendo esa primera habitación en una nube de polvo, sangre y gritos. A algunos jóvenes los remataron clavándoles las bayonetas. Los más afortunados, Bañuls y Sevilla, malheridos, consiguieron subir al pajar y de ahí saltar por un ventanuco hasta el exterior, donde serían prontamente apresados. Serán los únicos que consigan salir con vida. A los otros, literalmente, los reventaron.

Las autopsias, realizadas por el médico forense de Novelda D. Elías Abad Torregrosa, reflejan lo que tuvo que suceder en aquella finca de la Serreta. A Pedro Requena le dieron un tiro en la cabeza, otro en el hombro izquierdo y otro algo más arriba, en la escápula. A Pascual Masó lo cosieron a bayonetazos: recibió heridas en el antebrazo izquierdo, en las manos, en el hombro y un disparo fatal en el muslo. Antonio Torregrosa recibió una herida de bayoneta en el muslo y un disparo en el pie y otro en la mandíbula, lo que le fracturó el cráneo y dejó a la vista la masa cerebral. Antonio Ortega Botella recibió varios disparos: en el hombro, en la espalda y en la sien. A Antonio Escalante le pegaron un tiro en el vientre y otro en la cabeza; la bala entró por la nariz y le reventó el cerebro; además, recibió puntazos de bayoneta en la rodilla y en las piernas. Los dos últimos cadáveres eran irreconocibles. Pertenecían a Antonio Lillo y a Francisco Segura. Uno recibió varios bayonetazos por todo el cuerpo (brazos, bajo vientre, pecho…); tenía, además, el cráneo totalmente destrozado. Al otro le dieron un tiro en el cuello, que penetró hasta el oído y atravesó el cerebro, destrozándole la cabeza, y otros dos en el pecho y en el antebrazo.

Cuando en la casa quedaban siete cadáveres y fuera los dos prófugos atados sobre la hierba parda, el capitán Barreto les dijo a dos de sus guardias segundos, Julián Conde y Fernando Morell, que estiraran sus capas. Entonces disparó un par de tiros a la tela.

—Que no se pueda decir que no se defendieron.

Y sonrió. Cuando llegaron al cuartel y redactaron lo sucedido, el capitán Barreto incluyó en el inventario de armas incautadas algunas de las que había en dependencias de la Benemérita: tres tercerolas, dos escopetas Remington, dos Laffaneheux, otra central de dos cañones, dos revólveres, dos pistolas, diez hachas, varias armas blancas, infinidad de cartuchos de varios sistemas, cuatro bombas y un cartucho de dinamita con pistones y mechas. Además, incluyó en la lista la bandera tricolor y tres carteras con documentos alusivos a la República, entre ellos esos pasquines lanzados en Alicante durante los sucesos del verano.

Décadas después, Francisco Alted Palomares recordaría en sus memorias cómo fueron llevados los siete cadáveres hasta el cementerio de Novelda. «El lúgubre y escalofriante tintineo de los cencerros y cascabeles puestos sobre las guarniciones de las bestias enganchadas en el carro que, al filo de aquella noche decembrina, fría y triste, transportaba en un montón informe los cadáveres de aquellos desgraciados hacia el cementerio». La pena se extendió en el municipio, quizá acrecentada por las fiestas navideñas. El 24 de diciembre de ese año, el diario La Justicia publicó un poema de Cándido Pinilla:

Triste, oscura Nochebuena,

antes clara como el día,

ahora de goces vacía

y de pesadumbres llena.

Hoy la suerte nos condena

al grave y hondo pesar

de ver tu sombra pasar,

entre el fragor de la guerra

que empapa en sangre la tierra

que combatimos al mar.

Es el mismo periódico que se preguntaba, el lunes 28 de diciembre, que, «si se trataba de simples bandidos y se les sorprendió, ¿cómo murieron todos? Si se defendieron contra siete guardias civiles, ¿cómo explicar, sin recurrir a la Providencia, que no haya resultado ni herido siquiera uno de los guardias?». Afortunadamente, la prensa cuestionó en su día una increíble versión oficial por la que los guardias civiles intercambiaron varios disparos con los amotinados, recibiendo únicamente unas rozaduras de bala en las capas.

En enero de 1897, días después de la masacre, José Martínez Ruiz, que aún no era Azorín, publicó una crónica en el diario El País: «Hace días que en Novelda se sublevó un puñado de valientes; hace días que perecieron aquellos hombres generosos, que soñaron un día de justicia para España y sólo encontraron una derrota oscura de sus adversarios y una despedida cobarde de sus amigos, que les tacharon de filibusteros porque llevaban explosivos. ¡Como si viviéramos en la Edad Media y hubiera que lanzarse al campo con espadones y ballestas! Días hace de todo eso, como hace días que El País levantó su voz para honrar la memoria de esos valerosos republicanos y vindicarles ante el desdén, si no miedo, de la prensa republicana; y, sin embargo, a la voz de El País no se ha unido ninguna voz; no se han adherido a sus palabras ni los republicanos de Novelda, tengan el color que tengan; ni los de Monóvar; ni los de Villena; ni los de Alicante, la capital de la provincia. […] Todo queda lo mismo: sufrimos todo el mundo la injusticia de un estado brutal de cosas; sufrimos todos la arbitrariedad monstruosa, que cada día se hace más pesada; pero nadie protesta. Y la revolución no se hace».

Serafina Fernández, la viuda de Pedro Requena, y sus tres hijos (el mayor contaba con ocho años), quedaron en tal estado de miseria y desamparo que el periódico que dirigía Belén Segarra en Valencia, La Conciencia Libre, lanzó una suscripción de ayuda abierta a republicanos y librepensadores para socorrer «a la desdichada viuda y a sus tiernos hijos, como asimismo a las viudas de los demás republicanos muertos», suscripción a la que se sumó también El País de Alejandro Lerroux. Decenas de vecinos de Novelda enviaron sus ayudas, lógicamente traumatizados por lo violento del crimen.

En mayo de 1897, el Gobierno agradeció los servicios de la Guardia Civil en aquella matanza de la Serreta: el capitán Miguel Barreto Hernández recibió la Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo blanco. El cabo Francisco García Compañ, el guardia primero Francisco Alcolea Carbonell y los guardias segundos Julián Conde Castaños, Fernando Morell Peral, Francisco Ronda Mengual, José Cánovas Escudero y Gaspar Rico Guill recibieron la Cruz de Plata de la misma Orden y con igual distintivo. También en ese mes, juzgados en consejo de guerra en el cuarto de banderas del Regimiento de la Princesa, en el cuartel alicantino de San Fernando, Luis Bañuls Brida y Francisco Sevilla Barrachina fueron finalmente absueltos del delito de resistencia a la Guardia Civil. Sus compañeros, cosidos a balazos y atravesados por las bayonetas, fueron enterrados en el cementerio de Novelda, hoy plaza del Cementeri Vell. Nadie busca ya sus fosas. Hoy apenas se recuerda el crimen. Enterrado en periódicos amarillentos y olvidado en libros de historia que nadie lee, nuestro pueblo, sin embargo, fue protagonista de la crónica negra mezclada con el clima político de aquel fin de siglo beligerante en el que España firmó el epílogo de un imperio de siglos.

 

Bibliografía:

Alted Palomares, Francisco. Memorias. Inédito.

El Liberal, 12-I-1897.

El Motín, 9-I-1897.

El Vinalopó obrero: primer sindicalismo en el Medio Vinalopó (2010). Alacant Obrera: Centre d’Estudis Socials. Recuperado el 19 de abril de 2017 en https://alacantobrer.wordpress.com/2010/08/23/sindicalismo-revolucionario-1896-1911/#sdfootnote9sym

Gibson, Ian (2016). Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado. Barcelona: DeBolsillo.

La Justicia, 24-XII-1896, 28-XII-1896.

Ramos, Vicente (1985). La sublevación republicana de 1896 en Novelda. Studia Historica. Alicante, pp. 403-409.

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