Caminos

Caminos
Julio de 2009   BETANIA

…peor para el sol que se mete a las siete en la cuna del mar a roncar…

Joaquín Sabina

El primer camino es el de la niñez. El camino que hacemos a ciegas, hacia la luz, en el interior de nuestras madres. El recuerdo intrauterino del camino más breve, pero también el más importante. Nacemos yendo hacia la luz. Por eso, en muchas películas se muere también yendo hacia una luz.

Después nos pasamos muchos años realizando los caminos prestados de nuestros padres: en el cochecito, hacia el parque, hacia casa de los abuelos, el día de la Mona al Castillo. Son caminos que no son nuestros, inventados e ideados para que nos gusten, pero que al fin y al cabo no nos pertenecen. Luego formarán parte de la retina turbia del ayer y, mirados a través del ennegrecido cristal de los años, nos parecerán hermosos e inalcanzables.

Día tras día, año tras año, nuestros padres nos preparan para el que será el camino más importante de nuestras vidas, el inicio de una nueva época: el camino al colegio. Cuando somos realmente «mayores», incluso nos dejan ir solos. Conmigo no había demasiado problema: salir de casa, girar a la izquierda en la primera, a la derecha en la primera, luego a la izquierda y luego a la derecha. El camino desde mi casa hacia el colegio Padre Dehon era un zigzag continuo, el titubeante vaivén de alguien con demasiadas cosas por aprender y con tan poco tiempo.

Ese paréntesis formativo fue eso mismo: un paréntesis. La excusa perfecta para repetir una y otra vez el mismo camino de ida y vuelta, a veces entremezclado con los caminos desde mi casa o desde el colegio hasta el Conservatorio «Mestre Gomis», o hasta el colegio los sábados por la mañana a jugar al baloncesto o al ajedrez. Caminos aprendidos de memoria. Recuerdo que a veces fantaseábamos con poder recorrer ese camino de noche, con los ojos vendados, y que aun así llegaríamos a la escuela, subiríamos los escalones y nos sentaríamos en nuestro pupitre.

Luego hay caminos de ida y vuelta. Yendo a la Glorieta, donde estaban los amigos con el balón y el escondite, al quiosco que había frente al Casino, acompañando a casa a alguna alumna de las Carmelitas, volviendo con las manos en los bolsillos vacíos, cabizbajo y arrastrando los pies por las calles grisáceas de una Novelda que, como yo y como todos, también iba haciéndose mayor. Algunas de esas niñas, ya cruzada la barrera de los veinticinco, todavía siguen haciendo esos caminos prestados de ida y vuelta. Algunos de esos niños, continúan, cabizbajos y vacíos, caminando sus vidas en círculos concéntricos.

Como muchos otros chicos y chicas, el siguiente viaje importante fue el salto del instituto a la universidad. El autobús de ida y vuelta parecía no compensar demasiado las largas caminatas del campus: del césped a la biblioteca, de la biblioteca a clase, de clase a la librería (con mi amigo Luis), de la librería a Internet (con Raúl), de Internet al Club Social (con Vicent), del Club Social a clase, y de clase a casa. En clase, siempre en la última fila, al fondo, fuera de las miradas de todas las chicas que había en mi carrera. ¿Estarás contento?, me decían mis amigos. No sé. De esa época únicamente me quedan los caminos con la chica que quiso quererme después de tres años a mi lado. Y poco más.

La última vez que pisé mi facultad, la de Filosofía y Letras, yo iba bajando las escaleras de dos en dos, aguantándome las ganas de gritar de alegría por haber aprobado mi última asignatura: Lengua Española II (quien lo (a)probó lo sabe…). Habían pasado cuatro años justos desde que comencé la universidad. A partir de ahí se abrían nuevos caminos, nuevas sendas y algunos atajos. La senda agradable delBetania06, capitaneado por Jesús Navarro, que quiso contar conmigo como elemento juvenil y literario del equipo de dirección. De ese libro de fiestas quedan grandes amigos, momentos únicos y la grata esperanza de que algún día lo volvamos a repetir.

Hoy en día, el camino que más me gusta es el de las nueve y un minuto, cuando las calles ya se han vaciado de niños a la escuela y de madres en coche, cuando tan solo queda el frío, el aire y la mañana, cuando la vida se repite ciclo tras ciclo. Cuando el ciclo que ya he cumplido queda muy atrás.

Todavía me quedan algunos caminos que recorrer. No sé ni cuántos ni dónde; he ahí el gran misterio, la gran certeza. Sí sé el último camino, el que realice sin cuerpo ni memoria en las cenizas al viento sobre el cabo Finisterre, allá donde los antiguos iban a ver morir el sol. Allí volveré a ser agua, y nube, y lluvia, y tierra fértil, y fruto dulce, y flor opaca. Allí, quizá sea allí, volveré a empezar de nuevo el ciclo en otra vida, en otro tiempo, en otro cuerpo.