…y dale un abrazo muy largo a mis amigos que se fueron primero…
Andrés Calamaro
Ya había pasado lo peor. Tras la mirada de cada uno empezaba a olvidarse un curso aparentemente fácil —hablamos de primero de preescolar— gracias a la promesa (igual de incierta que cualquier otra promesa) de un futuro inimaginable que, en la mayoría de las ocasiones, no pasaba del próximo recreo o de las siguientes vacaciones. Corría junio de 1988, el sol continuaba saliendo por el Este y las sombras achinadas del atardecer nos empujaban a la cama sin necesidad de aquella sintonía retroconocida del «vamos a la cama que hay que descansar» que habían agotado nuestros padres.
Supongo que éramos felices; en la fotografía así se nos ve, aunque lo cierto es que no recuerdo muy bien esos años, que ya se pierden, con la pátina de la nostalgia triste del ayer, en el fondo del baúl de los recuerdos olvidados que conforman el libro viejo de nuestras vidas.
Íbamos al Padre Dehon, pero podríamos haber ido a cualquier otro colegio. Nuestro punto de reunión, de partida y de llegada, era la Glorieta, una Glorieta con fortines, subidas y bajadas, perritos guardianes, escalones de piedra y esos imponentes hierros a los que iríamos una vez que fuéramos mayores para intentar robar los besos que nunca nos regalaron. (Y eso a pesar de que el primer beso, aunque yo quería darlo en los jardines del Casino, me lo dieron en el portal de mi casa una tarde de Miércoles Santo; bueno, la verdad es que la mayoría nos complacíamos con un beso en la mejilla jugando a beso, atrevido o verdad.)
En esa época todavía se podían comprar gominolas a peseta en el quiosco de la Glorieta después del cine en el Dehon, con María Dolores Rizo en la taquilla. Años después, los chicles ya ni siquiera eran Cheiw, sino Boomer… También recuerdo que los cromos de fútbol (eran los años del Logroñés en Primera División) costaban 5 duros el sobre; y eran cromos de verdad, donde por detrás podía verse la altura, el peso y hasta la militancia desde juveniles hasta la actualidad del jugador en cuestión. Aún guardo algunos de esos cromos como señal de que tal vez no ha pasado tanto tiempo ni me he hecho tan mayor…
Mi generación, y los que pertenecemos a esa barrera de los ochentaypocos, tenemos una imagen grabada en nuestra mente para toda la eternidad, nuestro primer recuerdo postuterino (en términos dalinianos): la teta de Sabrina en el fin de año del 87 mientras cantaba «Hot girl». Mítico. No se habló de otra cosa en tres meses. Luego vinieron nuestras primeras olimpiadas conscientes: Barcelona 92, con el Príncipe de abanderado y la Infanta Elena llorando. Y luego vino el codazo de Tassotti a Luis Enrique en el Mundial del 94 en EE.UU., que yo vi de acampada con el colegio en Puente la Reina. Pero entonces ya gozábamos de una televisión autonómica, dos nacionales nuevas y una digital. Hoy en día, ya he perdido la cuenta… (No viene al caso, pero recuerdo que me enganché a «Oliver y Benji» en Tele5, con todas las estrellitas y las mamachichos que tenía antes, y que «Bola de drac» era eso, «Bola de drac», en valencià, por supuesto.)
¿Y en los cumpleaños? Bocadillos de Nocilla de tu madre en el salón y regalabas una caja de 24 plastidecores o uno de esos bolígrafos enormes con mil colores distintos. Descubrimos la música de casete a casete, cuando a partir de la sexta copia de copia ni siquiera se oía música; y no escuchábamos la radio, nuestro hermano nos pasaba buena música y punto. Años después aprendimos a bajarla del Emule…
En casa de Antonio estaba la Nintendo, Juanjo tenía un Amstrad como yo, y algún afortunado tenía la Game Boy. Y luego estaba Luis, que tenía en su casa ordenador, pero era de su hermano. (Ahora tengo en mi portátil un emulador con todos los juegos de la Mega Drive, y se me caen las lágrimas de la emoción.) En esos años ponías la televisión únicamente cuando regresabas a casa exhausto de jugar al pasacalles o a pillar por toda Novelda, o los fines de semana por la mañana nada más levantarte, y podías ver «El coche fantástico», «El equipo A», «Uve», «Remington Steele», etc. Reconozco que me enganché a «Falkon Crest» y a «Dallas», que me quedé sin saber quién mató a J.R., que los sábados por la noche veía «Alucine» en La2, y que cualquier película de miedo anterior a los 90 da muchísimo más miedo que todo lo que puedan hacer ahora (todavía tengo pesadillas con el niño de «Al final de la escalera» y el payaso loco de «It»). Las chicas veían «Melrose Place» y «90210: Sensación de vivir» (reconozcámoslo: nosotros también lo vimos alguna vez), y solamente ahora hemos descubierto que le hicieron tanto daño a nuestras mentes como «Compañeros», «Al salir de clase» o «Los Serrano» en la actualidad. Incluso vimos «Heidi», alguna reposición de «Verano azul» y a Pepe Navarro cruzar con éxito el Mississippi y naufragar a su paso por Alcàsser.
Éramos los últimos del B.U.P. y los primeros de la E.S.O., los cobayas de la ciencia. Veíamos «Barrio Sésamo» (pero con Espinete, Don Pimpón y Chema el panadero); sin embargo, «Los mundos de Yupi» ya nos parecían de mañacos. Vimos separarse a Enrique y Ana, pero todavía nos emocionan sus canciones («amigo Félix, cuando vayas al cielo…»). Y, menos mal, no hicimos demasiado caso al «Mucha marcha» de Leticia Sabater…
Cuando nos caíamos al suelo, y nos caíamos bastante y de verdad, mercromina de la roja; o, los más afortunados como yo, a casa del abuelo, que era médico. Jugábamos con piedras, con peonzas, a pantalón o camiseta con los cromos, empezamos a desconfiar de Internet y chateábamos con cualquiera en el iRC.
Quien lo vivió lo sabe. Y podríamos estar así párrafos y párrafos, llenando de nostalgia cada rato, cada momento, cada instante de todos los segundos que han pasado desde aquella foto en las escaleras del colegio Padre Dehon (las únicas que había; enfrente estaban los arcos).
Hoy, veinte años después, seguimos estando los mismos, todos, excepto Joaquín Blas, que nos dejó en 1995. En esa foto estamos todos: los ingenieros en Telecomunicaciones, los futbolistas, los arquitectos, los que trabajan en el mármol, los albañiles, los filólogos, los que crearon su propia empresa, los impresores, los diplomados en Relaciones Laborales, los profesores de tenis, los parados, los panaderos, los periodistas…
Algunos seguiríamos viéndonos año tras año, hasta C.O.U., otros se quedaron en 8º de E.G.B., otros ni siquiera pasaron de esa foto debido al desfase generacional de un año y tener que repetir; pero todos pasamos por las manos sabias de nuestra «seño» Paquita.
Poco queda ya, sin embargo, de aquella fotografía. Somos nosotros, pero ya no somos los mismos. Seguimos siendo nosotros, gritándole «patata» al objetivo con todas nuestras fuerzas, pero en el fondo ya no somos los mismos…