Dice una canción del grupo argentino Bersuit Vergarabat: «todas las cosas que me gustan tienen tu cara».
A veces, en esas noches de luna nueva en las que caminar a oscuras es un arte y apenas se divisa el próximo carmín abetunado de unos zapatos, nos encontramos a solas, en un coche que nos es ajeno, quizá lejos de casa y habiendo cerrado ya todos los bares que cierran tarde. Esas noches son las que realmente usamos para pensar. El resto de los días, agobiados por el trajín inmenso de las horas, tan solo vamos de acá para allá, sin más razón que el paso firme y con una idea clara en la cabeza: encontrar la palabra exacta, el adjetivo preciso y el verbo adecuado.
Por las mañanas de este invierno que se va, el sol que anticipa un verano cálido me trae los recuerdos de otros días. Ando leyendo últimamente la monumental obra de Stieg Larsson, la saga Millennium, con ese comerse las hojas con el que se devoran las grandes novelas. Puede ser que se convierta en la Gran Historia de nuestro Joven Siglo, pero esa clase de etiquetas nunca me han gustado. Nuestro siglo, si aceptamos el XXI como «nuestro», es el siglo de los cambios. De empezar a ver las cosas desde otro prisma. Los preceptos del viejo siglo XX ya no sirven en un mundo (el globalizado, claro está) en el que la economía, la sociedad y la política han cambiado (o deberían hacerlo) para siempre. Utilizando una metáfora: en 1492, el Viejo Mundo descubrió el Nuevo Mundo; actualmente, ha sido el Nuevo Siglo el que le ha abierto los ojos al Viejo Siglo. Y lo ha hecho con una bofetada durísima, con una de esas crisis que nos visitan de tanto en tanto y sacuden los cimientos de todos los valores en los que creíamos. Por si se lo preguntan, ando también repasando, últimamente, los documentales de Michael Moore sobre la América armada hasta los dientes y la guerra de Irak, así que el pesimismo generacional se me debe de intuir.
Dice esa misma canción de la Bersuit: «hace tiempo que estoy buscando mi verdadero yo».
Hablo con la gente de mi quinta muy a menudo. Yo nací en 1983, así que considero mi quinta los nacidos entre el 80 y el 88. Los veinteañeros. Parafraseando a Chuck Palahniuk, los que no hemos vivido una gran guerra ni sufrido una gran depresión. «Nuestra guerra es la guerra espiritual; nuestra depresión es nuestra vida». Pertenecemos a una edad en la que estudiar no es sinónimo de trabajo, en la que un título universitario no significa estabilidad laboral. Pertenecemos a la generación más preparada de la Historia y pocos podemos llegar a pagar una hipoteca e independizarnos. Hay algo, pues, que falla en el sistema. Y ese es, tal vez, el motivo de la actual crisis. El problema es que los únicos que pueden hacernos salir son los que ahora mismo inician sus estudios universitarios o están en segundo de carrera. El resto pertenecemos al sistema y no podemos ver más allá de él. El otro problema, mayor si cabe, es que los universitarios de hoy en día ya no tienen ninguna prisa ni ninguna esperanza en acabar sus estudios superiores. ¿Para qué? Sus hermanos mayores siguen echando currículos en vano y sus primos están en el paro. Utilizando otra metáfora, muy conocida: los árboles nos impiden ver el bosque. Las causas que han ocasionado la crisis están dentro del bosque, no en cada uno de los árboles. Por lo que debemos desplazar el centro de atención hacia el bosque en sí. Puede ser incluso que el problema resida en que nosotros tenemos un «bosque» y en otros lugares haya simplemente «desierto», ¿no? Tal vez hemos basado todos estos últimos años en hacer crecer el «bosque» de aquí, aun a costa de construir más «desiertos» en la otra parte del mundo. Y ahora hay tantos árboles (árboles hechos con corrupción inmobiliaria, burbujas millonarias, fraudes financieros) que no podemos caminar y apreciar el cielo. La vida se compone de términos medios, pero llevamos muchos años viviendo un mundo de extremos y ahora empezamos a darnos cuenta de que las cosas pueden ser (y quizá deban ser) de otro modo.
Dice la canción de Bersuit Vergarabat: «me ha pasado mi hora, ¿quién robó mis años?».
Así se siente mucha gente: con los años robados, con el tiempo gastado y polvo en el bolsillo. Tal vez tengamos ahora otra oportunidad. Tal vez, después de todo, haya un instante, en esas noches de luna nueva en las que se puede atisbar un buen puñado de estrellas, en las que el cielo se nos aparece como la única escapatoria, la única salida. Tal vez, ese breve instante contemplando la negrura del firmamento punteado de estrellas nos permita tomar aire y seguir, coger fuerzas e impulsarnos. Queda todavía mucho futuro. Y está en nuestras manos el poder de cambiarlo. Tal vez solo así podamos preocuparnos de las canciones que nos gustan, los libros que adoramos y los versos que aún nos quedan por escribir.