Sergio Mira Jordán

Cuando salgan de ese búnker

Cuando salgan de ese búnker
13 de mayo de 2014   DIARIO INFORMACIÓN

Hace un mes, más de doscientas adolescentes fueron raptadas por un grupo terrorista nigeriano. Doscientas. Como siempre digo, para imaginárselas bien piensen en doscientas treinta y pico muchachas (como sus hijas, sus hermanas, sus sobrinas, sus vecinas) puestas una al lado de la otra, en una fila que perfectamente sería más larga que un campo de fútbol.

Llevan desde el 14 de abril secuestradas, sacadas a punta de pistola de su escuela (ese era el delito que vieron sus secuestradores) y obligadas a subirse a un autobús y a un par de camionetas. Los terroristas superaban en número a los miembros del ejército que tenían que protegerlas. Y eso nos da a entender que no era la primera vez que pasaba. Ahora hemos sabido, además, que unos días antes del secuestro masivo, el grupo terrorista, llamado Boko Haram, cuyo propósito fundamental es implementar la sharía o ley islámica en todo el territorio nigeriano, avisó de sus intenciones, por lo que quizá hubo falta de previsión, y más teniendo en cuenta que esos terroristas suman miles de muertos en la zona norte de Nigeria, justo donde los conflictos entre musulmanes y cristianos pasan de ser simples encuentros culturales para convertirse en encarnizadas luchas territoriales.

Algunas de esas chicas consiguieron escapar de su cautiverio y relataron que las violaban varias veces al día y que las amenazaban con degollarlas si no se convertían al Islam. El propio líder de Boko Haram, Abubakar Shekau, del que lo único que se sabe es que está vivo, a pesar de que se anunciara su muerte en 2013, afirmó que las vendería como esclavas sexuales. Esclavas sexuales para hombres de Occidente, claro. Un mes después, y tras la campaña en Twitter #BringBackOurGirls, parece que expertos estadounidenses y europeos en diálogo ante este tipo de situaciones han llegado a Nigeria para empezar a buscar a las jóvenes. Un mes después. Ya nada sorprende. Ni siquiera la pasividad occidental ante las desgracias que suceden más allá de la comodidad de nuestros sofás y nuestra nevera llena. Ni siquiera esa ristra de montajes que se han hecho con la fotografía de María Dolores de Cospedal, cambiando el mencionado mensaje de apoyo que mostraba a favor de las niñas secuestradas por estúpidas frases que demuestran que seguimos siendo un país donde el deporte nacional es la sorna y la estulticia.

Lo peor de todo es que nadie sabe dónde están. Ni el gobierno nigeriano ni nadie. Parece mentira, pero en la época de la tecnología, los drones, los GPS y los satélites que mapean el mundo a tiempo real, todavía es posible que un grupo de hombres secuestre a doscientas niñas, las suba a un par de camiones, las esconda durante un mes y trate de venderlas. Dicen que están bajo tierra, en un búnker en el interior de un bosque de vete tú a saber dónde, u ocultas en una cueva. Al igual que ha sucedido con el avión malasio que desapareció en marzo sin dejar rastro de sus más de doscientos pasajeros, aún hay lugares para el refugio. Por desgracia, nunca son espacios para la meditación y el reposo, sino resquicios de nuestro inmenso mundo que aprovechan algunos para hacer el mal y sembrar el terror.

Discutía el otro día sobre la omisión que se ha hecho en la mayor parte de la prensa sobre el hecho de que todas las niñas nigerianas secuestradas fueran de religión cristiana o sobre esa idea tan primitiva (y que algunos practican, no solo en el mundo musulmán, por supuesto) de que las mujeres no tienen que estudiar sino prepararse para el cuidado del marido y de los hijos. Igual hay cosas que no hace falta decir: si es un grupo yihadista que amenaza con matarlas si no abrazan a Mahoma, poco más hay que añadir al titular. Porque aquí lo más importante, lo más cruel y desgarrador, es que son seres humanos. Niñas como las que vemos pasar a diario, con sus sueños de futuro y sus ganas de vivir. Chicas que, de sobrevivir a esta barbarie y volver con sus familias, jamás podrán salir de aquella madriguera. Aunque vuelvan a la vida, a los pasillos de ese instituto público de Chibok del que fueron arrancadas, cada vez que cierren los ojos estarán en ese búnker, en ese bosque, en esa cueva. Y nadie, ni el dios al que ellas rezan (el mismo al que le rezan esos cabrones de las ametralladoras), podrá sacarlas de ahí.

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