Tengo un alumno al que le encantan los tebeos. No los cómics o las novelas gráficas, que igual también, sino los tebeos. Los de toda la vida. Los que su padre seguramente atesoraba semana tras semana, adquiridos con la exigua paga de su niñez, sacándole una sonrisa a la tarde setentera, entre película y película de algún cine de barrio. Los que ahora ha heredado el hijo, como un altar a la añoranza, un templo para la nostalgia. Los tebeos de Mortadelo y Filemón, de Carpanta, de Rompetechos, de Zipi y Zape, del botones Sacarino, de la 13 Rue del Percebe y tantos otros. Tebeos que hoy tienen las páginas amarillas, con manchas de Cola-Cao y galletas María; tebeos que almacenan, como si se trataran de una cápsula del tiempo, las risas ahogadas de toda una generación.
Mi alumno tiene once años y es un apasionado del tebeo. Incluso, porque se le da muy bien dibujar, une trazos para formar las caras de Mortadelo o de Filemón, y se inventa sus propias aventuras, e imagina nuevos disfraces que ponerle al agente secreto más famoso y divertido de la literatura española (con la venia de Anacleto). Sí, han leído bien: literatura. Ya desde que se entrega, desde hace apenas dos días, el Premio Nacional de Cómic (por favor, que se lo den ya al alicantino Pablo Auladell, cuyo último trabajo, El paraíso perdido, en la editorial Huacanamo, es sencillamente sublime), las historias gráficas han entrado de lleno en el mundo de la literatura y, a partir de ahí, supermanes aparte, al cine de culto. Es, no lo olvidemos, el primer encuentro con las letras que tienen los niños.
Cuando yo era pequeño, a casa de mi abuelo llegaba el magacín infantil del ABC, una veintena de páginas con distintas historietas. La mayoría eran las de Francisco Ibáñez (Pepe Gotera y Otilio, las de Mortadelo y Filemón), pero también estaba Súper López, Garfield o Spiderman. De ahí salté a las aventuras de Tintín, que devoré varias veces en la biblioteca municipal de Novelda (y, en catalán, en una biblioteca que había cerca de casa de mi bisabuela, en Mataró); las de Astérix y Obélix, que tengo en edición completa de siete volúmenes. Luego vino Mafalda y esa inocencia mordaz que solo puede entenderse cuando uno ha abandonado la adolescencia; o los dibujos, también de Quino, que aparecían en El País Semanal. Luego llego Batman, desde las primeras ediciones de Bob Kane hasta la ambientación neogótica de Frank Miller. Y, por último, las novelas gráficas, las de Daniel Clowes (inmensa Ghost World), Charles Burns, la maravillosa La Torre blancadel mencionado Pablo Auladell o la serie Blacksad, de los españoles Díaz Canales y Juanjo Guarnido.
Entre medias, leí mucho, por supuesto, muchísimo. Llegué al colegio sabiendo leer y escribir, por lo que había que ocupar el tiempo: y leía, yendo y viniendo de la biblioteca del colegio Padre Dehon, tomando libros y dejando libros: la serie azul de Barco de Vapor, luego la naranja (todavía recuerdo mi ataque de risa leyendo en clase El pirata Garrapata), los libros de Enid Blyton de mi madre, todas las historias de Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes, el joven detective Flanagan de Andreu Martín y Jaume Ribera. Cuando se acababan esas historias, mi cabeza empezaba a crear otras, por lo que también empecé, por esos años, a escribir algunos cuentos.
Por eso me sentí reflejado en las palabras que no hace mucho pronunció Francisco Ibáñez en una entrevista: «El tebeo es el primer paso hacia la alta literatura». Leyendo cómics se aprende a escribir, se aprende a condensar la historia, la trama, a buscar la frase que contenga el mensaje correcto, la palabra justa. Ni una más ni una menos. Además, esas historias de Ibáñez siguen siendo divertidas y atractivas para los más jóvenes, aventuras inmortales a precio reducido que podemos encontrar hoy en día en esas voluminosas ediciones de Bruguera. Leer mucho obliga a renovarse continuamente, ya que los libros se van agotando. Si el niño ve que en su casa se lee, acabará contagiado de ese placer. Vengo a decir esto por los estudios que, de tanto en tanto, nos azotan con los hábitos de lectura o el aumento de las faltas de ortografía. Considero que va unido. Si uno lee mucho y se fija en lo que lee, la ortografía va impregnando nuestra conciencia. Y luego puede ponerse a escribir. Son los cimientos de la literatura: ortografía y sintaxis. El dominio del lenguaje y la capacidad de construir frases con sentido. Sin abusar de puntos, sin menospreciar las comas. Eso necesita mucha práctica, aunque existen muchos y muy buenos manuales para empezar. Es, quizá, la asignatura pendiente de nuestros escolares. Por eso me gusta esa parte del proyecto de ley educativa del ministro Wert (quizá solo me gusta eso): ampliar las horas de lengua castellana. Más horas de lectura y de esa asignatura olvidada, la escritura creativa. Una clase donde el niño, con unas mínimas directrices, pueda dar rienda suelta a su imaginación. ¿Se imaginan? Porque a escribir se aprende leyendo. Para que otros, en un futuro, puedan también aprender a leer.