Ya nadie recuerda a los 15 inmigrantes subsaharianos que murieron en Ceuta cuando intentaban llegar a Europa huyendo del infortunio de un continente africano que se desangra sin que los de este lado movamos un dedo. Una noticia tapa a otra, ya saben, y esos quince seres humanos que tuvieron la valentía de dejarlo todo por la simple esperanza de conseguir unas migajas secas de nuestro gran pastel murieron dos veces: sobre la arena y por nuestro olvido. Les recibimos con disparos de pelotas de goma y botes de humo, como si fueran criminales, como si fueran algo más que personas que únicamente intentaban prosperar, alcanzar un futuro mejor. Les recibimos con salvas, como si hubieran llegado ya cadáveres, condenados de antemano. Y, lo más triste, ni siquiera se les socorrió. En el afán por evitar que llegaran se nos olvidó que eran personas. Y los dejamos morir de cansancio, de inanición, ahogados frente a la tierra prometida, a apenas quince metros de la orilla, tantos metros como cuerpos sin vida acurrucados junto al mar.
En todo proceso de tapado de muertes existe una idea de deshumanización. Los quince subsaharianos de Ceuta eran simplemente negros que intentaban entrar en España ilegalmente. Nada más. Repítanlo cien veces y esas personas serán invasoras, vendrán a quitarnos el trabajo, vendrán a robar en nuestras tiendas. Les borraremos el rostro y serán sombras que azotan la noche y que no queremos ver. Pero imagínenselos en el salón de sus casas, uno a uno; quince cuerpos uno al lado del otro, acostados, durmiendo el sueño eterno, con sus padres, hermanos o hijos pensando en ellos, sabiendo que de la suerte de aquellos que se lanzaron al mar depende la mejoría de una vida anclada en la desgracia. Imaginen quince féretros apilados en la calle, frente a su edificio, debajo del balcón. Imaginen sus nombres, sus vidas, sus caritas cuando eran jóvenes, sus sueños y sus derrotas.
En Venezuela pasa algo parecido. Tras un mes de conflicto entre el gobierno de Nicolás Maduro y la oposición, hay ya 25 fallecidos. Toda una guerrilla urbana en un país ingobernable que tolera que haya francotiradores disparando contra ciudadanos inocentes. Pero nos pilla muy lejos. Y ni siquiera es noticia. Como los niños en Siria, que siguen muriendo, que siguen siendo mutilados, que tendrán toda la vida que recordar la guerra y la barbarie cuando vean el muñón de su brazo amputado o el silencio de una pierna cortada. Sin sonrisa. Hace días, una campaña de Save the children transformaba la desgracia lejana de los niños de Siria en algo próximo: una niña británica que sopla las velas de su cumpleaños envuelta en una sonrisa y a la que, poco a poco, se le apaga el rostro por la llegada de una guerra que ni entiende ni quiere entender. El vídeo, de unos dos minutos, termina con el mensaje: «Que esto no ocurra aquí no significa que no esté ocurriendo ahora en otras partes». Lo que hizo el vídeo fue traernos el dolor y el sufrimiento de los niños sirios, atrapados en una guerra civil desde hace meses, pero en la cara de una niñita de ojos claros y cara amable. Nos humanizaron la brutalidad. No sé cuántos han sido los que, además, entraron en la web de esa ONG para pagar los exiguos quince euros (o diez, o cinco, ustedes deciden) que sirven para que la infancia de allí se parezca un poco más a la de aquí. No sé cuántos pensaron que no pondrían un euro para esos niños porque también hay niños aquí que lo están pasando mal. Esa contestación, claro, no se puede rebatir. Únicamente bajando los ojos. Porque además uno luego tiene que asistir a la vergüenza de que el vídeo de Save the children no haya sido tan viral (lo siento, es la palabra de moda) como ese otro que muestra a desconocidos besándose. «First Kiss», el vídeo en cuestión, arrasa en YouTube, donde andará ya por los treinta y cinco millones de visionados, y es tan burdo como inútil. Diez parejas besándose en blanco y negro con un fondo musical ñoño no solo no tiene ningún sentido (ni como experimento sociológico ni como arte) sino que además no esconde ningún mensaje. Su autora, la directora georgiana Tatia Pilieva, habrá pretendido quizá rodar un poema visual, pero se queda en lo que es: un anuncio para una firma de moda. Una campaña publicitaria.
Y el vídeo tapó la noticia. Y así los niños mutilados de Siria, los cadáveres de subsaharianos apilados en una playa de Ceuta, los estudiantes acribillados en Venezuela, los jóvenes de Ucrania que gritan libertad o las decenas de mujeres que mueren en España a manos de sus parejas o exparejas son borrados del mapa de nuestra cotidianeidad. Sus rostros se difuminan en los periódicos, se les tapa la cara, se les pone un rectángulo negro en la mirada. Y dejan de ser ellos. Se convierten en un número, en una fría estadística que añadir a la cuenta, un dato informático que subir a la nube. Hoy me he levantado y he pensado en todos esos muertos sin rostro de los que no sabemos nada. Porque creo que son el mejor ejemplo de lo mal que lo estamos haciendo quienes aún seguimos aquí.