Hay un centenar de ataúdes bajo los techos altos del hangar. Un centenar de ataúdes y otras tantas rosas. Presidiendo ese cuadrante de madera noble, cuatro o cinco pequeños féretros blancos con peluches sobre la tapa. Y nadie en la foto. Ni una persona en la imagen. Ni siquiera el atisbo de algún psicólogo atendiendo a las familias. En ese hangar de Lampedusa, solo hay hueco para los ataúdes. Me recuerda a esas imágenes que se colaron en los medios de comunicación hace algunos años, con el interior de los aviones repletos de banderas norteamericanas cubriendo las cajas y tapando la vergüenza de una guerra ilegal. Esos soldados, al menos, tuvieron su reconocimiento: alguien les dedicó un minuto de sus vidas para recordar su nombre y su edad, el estado del que venían; algún noticiero local sacó en máxima audiencia el rostro sonriente, fondo azul, de su valiente vecino. Los muertos de Lampedusa, los del hangar y los que aún siguen en el fondo del mar, no tienen rostro. Por no saber, ni siquiera sabemos de dónde eran. De Somalia o de Eritrea. Ninguna lista de nombres, ninguna fotografía. Solo el número final de muertos, que puede superar los trescientos, y nada más.
Aquí no habrá memoriales oficiales, más allá de los que celebren los isleños por su propia voluntad, tan acostumbrados a la desgracia. Nada de visitas oficiales y rostros compungidos. Nada de buscar culpables o rememorar los últimos instantes del viaje, nada de literatura lacrimógena. En unos días, todo quedará sepultado por el rigor informativo de la siguiente barbarie. Pero los muertos de la barcaza de Lampedusa quedarán ahí. Extracomunitarios que consiguieron su ansiada ciudadanía europea al morir, ahora en cajas de madera, sin destino ni rumbo, sin tierra prometida ni Dorado, esperando el pueblo que acoja sus restos, porque allí ya no hay espacio para más cadáveres. Mientras, solo la soledad inunda el lugar y llena el silencio de ese enorme hangar que cubre el cielo. Los pocos supervivientes enfilarán a sus países de origen. Si pudiéramos verles las caras antes de subir al avión que les devolverá al infierno del que huyeron, podríamos mirarles a los ojos y descubrir su humanidad, esa que les quitamos al llamarles simplemente «inmigrantes». Si nos fijáramos en el detalle de sus rostros, sería más fácil recordarles cuando vuelvan a intentarlo en otra de esas barquitas improvisadas y la mala fortuna y unas leyes crueles quieran que su patera naufrague y los demás marineros miren hacia otro lado.
¿Por qué endurecemos las leyes de extranjería? ¿Por qué Europa no se pronuncia, más allá de las palabras de rigor y de tristeza? ¿Por qué no ayudamos a esos países que exportan personas a salir adelante? La crisis ha paralizado todas las ayudas al desarrollo destinadas al tercer mundo. Estamos más ocupados rescatando bancos que salvaguardando la dignidad de los seres humanos que viven a nuestro alrededor, a pesar de que podríamos hacerlo sin problemas, a pesar de que están más cerca y son más semejantes a nosotros de lo que nos creemos. Pero preferimos la deshonra mundial de ser un cementerio de ilusiones, albergando cada mes un buen grupo de Ulises que naufragan moribundos en unas costas que no son las de Ítaca y donde ninguna Penélope los espera. Mujeres, hombres y niños que ya nunca volverán a echar la vista al cielo para poder contar estrellas, sueños o victorias. Ahora ellos son las estrellas.
Nosotros nos quedamos para seguir contemplando la desgracia con impotencia, con rabia, con vergüenza. Porque, aunque no sean de aquí, a nuestras costas arriban. Y la solución no es levantar muros, sino tender puentes. Y, ante todo, entender la situación del otro. Quizá, quién sabe, alguien pueda remediarlo de una vez por todas.