Ya nadie habla de ellos. Lo que no se ve no existe, pensarán ustedes. Hasta los mendigos de nuestras calles, fruto de la droga, el alcohol, la crisis o, simplemente, de una muy mala racha son perceptibles. Eso sí, nos cuestan un girar de cabeza, un mirar de reojo al móvil, apenas un gesto de nuestro brazo, quizá cincuenta céntimos. Y nada más. Hasta esos mendigos, que habitan las calles de este Primer Mundo, están a la vista, casi como diciéndonos que todo es pasajero, que todo (al igual que en las novelas de Paul Auster o Haruki Murakami) está gobernado por el azar indolente, impasible y a veces cruel. Sobre alguna de esas personas podemos incluso hablar, palabras que se cruzan en nuestras conversaciones livianas por unos breves instantes, pero que enseguida vuelven a su espacio, tan real como metafórico, a sus cajas de cartón, al frío de la noche, a la sombra de los bancos de un parque acolchado por cáscaras de pipas. Esas personas se han convertido en palabras. Emociones acaso, sí, pero por un corto espacio de tiempo. Desaparecen pronto.
Pero nadie habla ya de los millones que se mueren en África. Invisibles siempre, su «prime time» ha pasado, cubiertos y cegados por otras noticias en este ambiente de saturada información al más puro estilo Twitter. El continente africano se seca y se pudre bajo la no mirada de los países desarrollados. Cuando la muerte se hace tan evidente que salta a la portada de los medios de comunicación, entonces nos acordamos, suspiramos, sostenemos la mirada unos segundos, en silencio, o cambiamos de canal y pronto la retina se llena de anuncios, programas y películas. ¿Qué podemos hacer? África siempre ha estado así, siempre lo estará. ¿Qué podemos hacer nosotros, desde nuestras casas, para paliar el hambre, la guerra, la miseria? Poco, lo sé. Lo mínimo, colaborar con alguna ONG, hacernos activistas, escribir artículos… Una miseria. Los gobiernos occidentales son los encargados de la situación de África. En el documental de Hubert Sauper La pesadilla de Darwin, aparte de mostrarnos cómo se ha introducido una especie extraña en el hábitat del lago Victoria (lo que ha hecho que desaparezcan las especies autóctonas), hay un momento revelador. Los pescadores recogen perca del Nilo (una de las especies invasoras más dañinas del mundo), preparan los filetes y cargan los aviones. En Tanzania se quedan las raspas, que los ciudadanos de allí tienen que comprar. Los aviones se llevan el pescado a Europa y vuelven vacíos. ¿No traen ayuda humanitaria, comida, ropa?, pregunta el narrador, a lo que uno de los pilotos responde: «Los traemos vacíos; como mucho llevan armas, pero eso no lo sé…».
Seguimos explotando los recursos de África, al igual que en el pasado explotamos los de América o Asia. Les dejamos que se maten en guerras subvencionadas por Occidente para seguir manejando todo su potencial de materias primas. ¿Qué podemos hacer nosotros? Comprar productos locales, enterarnos de dónde viene lo que comemos o vestimos, cómo se ha hecho, quién lo prepara, cuántos niños han participado en la línea de montaje. Si seguimos apoyando eso, seguirá girando la rueda y todo seguirá igual: los niños con la barriga hinchada continuarán apareciendo en televisión, de vez en cuando alguna guerra nos mostrará dos o tres cuerpos mutilados, un río de sangre dibujando sombras en la calzada, jovencitos imberbes sonriendo a la cámara con sus fusiles último modelo, el sida masacrando aldeas y pueblos enteros bajo la mirada compasiva de los misioneros católicos.
Si miramos a otro lado, todo seguirá igual. Seguiremos pasando la ITV, seguiremos contemplando indecisos la cartelera cada viernes, el plato de comida estará esperándonos, los niños seguirán cruzando las calles hacia el colegio con la misma prudencia, seguirá saliendo el sol y poniéndose, las estaciones pasarán… Todo seguirá igual que ayer y antes de ayer, pero si nos paramos a pensar un instante, si el Tercer Mundo deja de ser invisible a nuestros ojos, quizá algún día podamos despertarnos y descubrir que el planeta es un lugar mejor para vivir. Y esa es la mejor herencia que podemos legarles a nuestros nietos.