La noticia podría servir perfectamente como guión para una de esas películas de acción con que bombardean la cartelera de tanto en tanto. El FBI, en medio de una de esas operaciones que firmarían directores como Michael Bay o productores como Jerry Bruckheimer, detuvo esta semana al creador de Megaupload, cerrando así la principal plataforma mundial de descargas.
Mucho se ha escrito desde entonces, tanto en prensa como en Twitter o Facebook. ¿Se puede cerrar una página web así como así, atendiendo a una ley que todavía no se ha aprobado y siguiendo los parámetros y dictados de las multinacionales del mundo audiovisual? Pues no. Punto para los llamados internautas. ¿Debemos seguir tolerando que se vulneren los derechos de autor enarbolando la bandera de la libertad de expresión? Pues tampoco. Punto para los creadores.
Que la cultura es un trabajo todos los sabemos, o deberíamos saberlo. No hace explicar aquí las horas y horas de trabajo y dedicación que hay detrás de una novela, un disco, una película o una serie de televisión, pero también de un cuadro, una fotografía o una imagen diseñado por ordenador. Escritores, cantantes, músicos, guionistas, actores, pintores, diseñadores…, todos necesitan cobrar por ese trabajo y por las ventas del producto de su imaginación para seguir creando más obras que satisfagan al público. Un símil: ir en bicicleta es bueno para la salud y para el medioambiente, pero yo no quiero pagar 199 euros por una buena bici porque considero que cuidar nuestro planeta debería ser una obligación y, por lo tanto, gratis. Así que entro en una tienda de bicis y me llevo una por la cara. Si todos pensásemos de esa manera, poco iba a durar ese negocio en pie.
Sin embargo, ¿es justo pagar de quince a veinte euros por un disco, más de veinticinco por un libro de tapa dura y siete euros y pico por una entrada de cine? Quizá el término «justo» no sea el mas correcto, pero cuando atendemos a los porcentajes que el autor recibe del precio de venta de su propio producto, está claro que el que menos gana es el autor. Por otro lado, es obvio que el grupo de música que aún no tiene contrato con una discográfica ve muy atractivo que su maqueta viaje por Internet, confiando en que todas esas descargas se traduzcan en futuros conciertos (donde el porcentaje que se lleva el artista es muchísimo mayor que el que se lleva el organizador), pero no es más que una manera de «malvender» un producto que ha costado un tiempo de trabajo.
El problema radica entonces en los precios abusivos que tiene la cultura. Podríamos decir que el FBI ha matado únicamente al mensajero. Ha cerrado una página de descargas, de acuerdo, pero la raíz del problema es que seguiremos pagando 15 euros por un libro cuando para el autor se lleva, como mucho, el 10%. En 2001, la industria discográfica y la justicia cerraron Napster, pero el problema no se terminó ahí, a pesar de lo que se creyó en su momento. Y es que no se pueden poner puertas al campo. Spotify, por el contrario, hace un papel excepcional: o escuchas música con muchas limitaciones o pagas una cuota mensual de 10 euros por tener acceso a todas las canciones que quieras. ¿Las productoras y distribuidoras de cine y televisión no pueden hacer algo así? ¿Cine de estreno o clásico, series actuales o antiguas sin límite a, por ejemplo, 15 o 20 euros mensuales, o a euro por capítulo visionado? Y si es preciso sin posibilidad de descarga para que no se distribuya ilegalmente. Porque a mí me gustan las series, sobre todo esas que en España ni siquiera echan o tardan en llegar dos años con un doblaje que (y aquí quiero defender fehacientemente la versión original) deja en ocasiones muchísimo que desear.
Por otra parte, las grandes multinacionales del espectáculo tienen que entender que ha cambiado la forma de ver cultura: preferimos el salón de casa a la butaca del cine. Lejos ha quedado el ritual de las palomitas y el acomodador con la linterna. Los tiempos cambian y nos tendremos que amoldar a esta poscontemporaneidad, pero hemos de hacerlo todos. Porque nuestras pantallas de casa tienen cuarenta y dos pulgadas y alta definición; ¿acaso no podemos amortizar lo que nos costaron viendo buen cine de estreno?
Es un asunto que tienen que tratar los creadores con las multinacionales, sin intermediarios, sin los llamados «internautas» (¿quiénes son, a quiénes representan, quién les ha concedido el don de hablar en nombre de todo un inmenso colectivo?). Y, sobre todo, sin quedarnos inmóviles ante ese constante doblegarse que los gobiernos realizan frente a las grandes empresas del entretenimiento.