Cuando era más joven, la bicicleta era algo así como una segunda piel. En cuanto sonaba el timbre del colegio de aquellos mediados de los 90, los menos se irían a sus casas a trastear los rudos mandos de la Super Nintendo o la Game Gear, a jugar con los gráficos cuadrangulares y pixelados del PC, a admirar los ojos grandísimos de los dibujos animados nipones que ponían en los recién bautizados canales de televisión. Sin embargo, los más, aquellos que habíamos heredado la BH de nuestros padres (con ruedas y sillín nuevos) y aún soñábamos con debutar en el Camp Nou o el Bernabéu, salíamos del colegio con las rodillas peladas y un viejo balón medio deshinchado bajo el brazo al que le daríamos cuatro patadas en el «huevo» de la Glorieta.
En junio, cuando no había colegio por la tarde, el único deseo era acabar de comer, coger la bicicleta y, en mi caso, cargarla ascensor abajo hasta la calle. Cruzaba la acera y ya estaba en el Sagrado. Siempre he vivido con el estigma de pertenecer a un enorme Barrio Centro y vivir al otro lado de la acera del Sagrado Corazón. Aquel verano del noventa y tantos lo pasé allí, desde el primer día hasta el último. Hoy, al pasar por la calle Covadonga esquina con Alicante y ver el Corazón de Jesús dando la bienvenida al barrio, todavía se me va la memoria a aquel verano del que ya ni siquiera queda el descampado donde íbamos a hacer trial (y a seguir pelándonos las rodillas), convertido ahora en una manzana de bungalós.
El Sagrado es uno de los barrios más tranquilos de Novelda, una de las pocas (y afortunadas) zonas de la ciudad en las que se puede aparcar casi sin problemas, una de las pocas zonas en las que los niños pueden seguir jugando en la calle sin miedo a nada. Ricardo, que iba a mi clase, vivía en los primeros bungalós que se construyeron, al igual que José David. Ellos tenían mejores bicis que yo, pero los tres le poníamos las mismas ganas para escalar los montículos de arena y piedra que luego serían las viviendas que alargarían el barrio y traerían nuevos habitantes, renovados sueños y vidas para el futuro.
Recuerdo que por esos años subía y bajaba del Castillo en bicicleta todas las tardes. Tras eso, refresco y merienda y a seguir jugando en la calle. Eran años de pocas complicaciones. Como mucho, algunas tardes tenía clase en el Conservatorio o ensayo de la Banda Juvenil. Recuerdo también que cuando empezaron las fiestas del Sagrado aquel año, las reinas y damas de honor me parecían las chicas más guapas de Novelda.
Esa noche, durante la proclamación y el posterior castillo de fuegos artificiales, en medio de la música de la verbena inicial, todos los chicos queríamos bailar con la misma chica. (Hoy esa chica tiene veintipico, sigue viviendo en el barrio y pasea en el cochecito un bebé sonrosado y alegre.) Era y sigue siendo una edad difícil: la adolescencia. Son unos años en los que eres demasiado pequeño para todas las cosas que te gustaría hacer y demasiado mayor para las que añoras de otras épocas. Así que, en definitiva, lo que tocaba durante todas esas verbenas era quedarse a un lado, ver bailar a todos con todos y no perder de vista el reloj para no llegar tarde a casa, cruzando la carretera de la calle Cid con la tristeza de la música que se pierde en la lejanía. Hoy poco queda de la música de esa época, pero sigo recordando una canción, «Grande», que cantaban a dúo Alejandro Sanz y Paolo Vallesi por los altavoces de una de esas verbenas del Sagrado. El estribillo se ha convertido en todo un himno para mí: «No quiero hacerme grande y traicionar un sueño; grande es nuestra libertad». Todavía sigue poniéndome los pelos de punta.
El Sagrado también es uno de los barrios más unidos de Novelda. Eso es lo que se respira en todos y cada uno de los actos que organiza la Comisión de Fiestas. Desde la merienda para los niños, con chocolatada general, hasta las gachamigas y paellas, pasando por la procesión y la ofrenda. El descampado, de nuevo, es el punto de encuentro y de reunión para todos los vecinos.
Ese día de las paellas el descampado amanece vacío, sin los coches que lo ocupan habitualmente. Las casas más altas proyectan sus sombras sobre la tierra parda. El sol empieza a asomar, naranja y reluciente, tras las montañas. Algunos pájaros cruzan la mañana con su despertar sonoro. Pequeñas y escurridizas lagartijas quiebran la arena buscando el fresco de una sombra. Y poco a poco va acudiendo la gente: es uno de los actos más multitudinarios de las fiestas del Sagrado. Las paellas. Armados con paelleras y maderas para quemar, parejas de vecinos acuden al descampado para preparar la comida. Algunos llevan sombrillas para protegerse del calor. Los ingredientes aguardan. Agua y aceite a fuego lento, hasta que hierva. El sofrito de tomate, ajo, pimiento y conejo. Luego el arroz. Y también el ingrediente esencial, el que no se ve pero se siente, el que no puede degustarse pero se aprecia: el azafrán, oro del barrio y de Novelda.
La preparación es colectiva. Grupos de paellas se cocinan al mismo tiempo y la actividad genera conversación, nuevas amistades, quizá nuevas técnicas. Hay a quien la paella se le quema, o le sale algo sosa, o le resulta aguada. Novatos de primer año que mejorarán al que viene. Sin embargo, la mayoría son expertos en el arte de cocinar el arroz y lo mueven con una mano mientras en la otra sostienen una lata de cerveza y son capaces todavía de mantener una charla con su vecino de paella. Este año la conversación estrella es el Mundial de Fútbol en Sudáfrica.
A mediodía, con todas las paellas preparadas, comienza el éxodo hacia las casas. Algunos comerán cerca del descampado o en el parque de las oliveras, a la sombra de los árboles. Otros comerán en la calle, en la puerta de sus casas, acompañados de vecinos o amigos de otros barrios, de familiares.
El descampado se queda vacío de nuevo. Queda la ceniza gris de las maderas consumidas por el fuego. Aún perduran algunas voces lejanas («adéu, bon profit!»). Parece que se levanta aire para la tarde. Quizá refresque durante la noche. Por ahora toca disfrutar de la paella, el toque mágico del azafrán, el sabor del conejo, la textura del arroz.
No demasiado lejos del descampado, los niños improvisan cada tarde dibujos a la tiza en la calzada, esbozan soles enormes y personajes de mil colores. Y luego, en la quietud de la siesta general, los restos de la comida ondean manteles de papel como banderas blancas tras el paso de la batalla. Sillas vacías de madera hacen sombra en las calles, salpicadas aquí o allá de gotas de chocolate, granos de arroz o migas de pan. De fondo, envuelto en el eco de la cigarra, apenas se escucha el maullido ahogado de un gato bajo un coche, apenas se percibe el sibilante sonido de un televisor en marcha, apenas se aprecia la delgada sombra de una lagartija en la pared.
Recuerdo también, como si fuera ayer mismo, el vistoso colorido arco iris de las guirnaldas de las calles reflejado en el suelo. El sonido que hacían cuando el viento las balanceaba. Ese sonido se confundía con el crepitar del fuego bajo la paellera o el golpe seco de la gachamiga cayendo tras un perfecto giro de ciento ochenta grados. Lo recuerdo como si fuera ayer más que nada porque son sonidos y paisajes que, a pesar de este siglo XXI de tecnologías y vanguardias, podemos seguir sintiendo en el barrio Sagrado del presente. Y eso es de agradecer.
Sonidos y sabores que también nos transmiten las habas. Al contrario que en las paellas, las habas se preparan en la quietud de la cocina nocturna, donde se remojan y humedecen. Es este un acto íntimo, personal, casi místico. Dejadas al amparo de la noche, las habas se ablandan en todas las cocinas de todas las casas del Sagrado.
A la mañana siguiente, salpicadas de especias y amor, la mujer acude al despertar de las habas. Comienza luego el proceso de la cocción, a fuego lento. Los hombres aguardan fuera, como en un drama lorquiano, y la mujer es quien prepara las habas. Solas en sus cocinas, protegidas del calor exterior, las mujeres del Sagrado remueven lentamente la cuchara en la olla. El vaho empaña los cristales de las gafas y cubre la piel de sudor helado, pero las habas se cuecen de memoria, con el recuerdo vivo de otras veces, generación tras generación, desde que la postal del barrio Sagrado era en blanco y negro y las casas y calles de hoy eran bancales y caminos de tierra.
Hay en toda esta preparación un ambiente milenario, mezcla de rito y tradición. La mujer escucha la radio, música actual, boleros de ayer con letras universales, noticias y sucesos. A media tarde, los nietos entran en casa para descansar de sus juegos y espían tímidamente a esa mujer desde la puerta de la cocina. Después, cuando la cerveza y el vino acompañen a las habas, los vecinos y vecinas del barrio Sagrado degustarán los platos. Lo compartirán. De la intimidad de las cocinas pasaremos ahora al frescor de la noche, al bullicio de las conversaciones, a la compañía de los amigos. Mesas largas cubiertas de papel y vasos de plástico donde las habas, iluminadas por la anaranjada luz de las farolas, destacan con un intenso color marrón oscuro. Es el color sabroso de las habas tiernas y en su punto. La noche las ha ablandado, pero al contacto con el paladar parecen derretirse. Es el sabor de un barrio. Es la emoción de compartir. Nadie destaca. La cocinera se oculta, humilde, entre la multitud mientras la multitud come. Ellas son las protagonistas: las habas, la alegría, la fiesta.
Y también recuerdo la feria. Venían pocas atracciones, de acuerdo, pero las que venían hacían caja sin ninguna duda: bajábamos de una y montábamos en otra, y así toda la tarde, hasta que el sol nos alargaba la sombra en el regreso a casa, en ese camino de vuelta en el que únicamente deseábamos que nuestros padres nos volvieran a dejar salir después de cenar, más que nada por si la mirada que nos había echado aquella chica tenía segundas intenciones.
De esos años tampoco se me olvidará jamás la risa fresca de las chicas del barrio. Hoy son otras chicas las que pueblan las calles, pero el espíritu es el mismo. La misma cordialidad. La misma simpatía. Lo más seguro es que ya no tengan esos aparatosos walkman con Take That y los Back Street Boys sonando a todas horas, pero en el fondo todos somos iguales, todos tenemos el mismo espíritu heredado y traspasado en el aire cuando vivimos en el Sagrado. El mismo espíritu que hace que todos los vecinos, una vez al año, llenen una larga mesa en el centro del barrio y compartan una cena de convivencia.
Ese es realmente el corazón del barrio, el Corazón del Sagrado: sus vecinos, sus vecinas, mayores y pequeños. La fotografía no muere a través del tiempo. Las habas tienen el mismo sabor. La gachamiga te hace sudar de la misma manera. Las espaldas se resienten con el sol de la mañana de la misma forma. El vino de porrón acompaña durante la elaboración de la paella. Los niños juegan en las calles. La música suena, inundando de fiesta los recibidores de las casas al paso de la charanga. La pequeña iglesia custodia el Corazón de Jesús, pero todos los vecinos lo custodiamos un poquito. Año tras año, vida tras vida.
A vista de pájaro tal vez no se aprecie ese latir constante del corazón del barrio que son sus vecinos, pero está ahí. Y seguirá ahí por muchos años.