Cualquiera con un tres o más en las decenas de su edad lo recordará muy bien: cuando éramos más jóvenes, si te gustaba una película, un libro, un disco o un restaurante te lo guardabas para ti o, como mucho, lo compartías con tu círculo de amistades. Hoy, con una red de contactos virtuales de cientos de personas, todo lo que hacemos está, de algún modo, vinculado a lo público. Terminamos un libro y lo tuiteamos, tras colgar el consiguiente comentario en Goodreads; vamos a ver una película y, antes de salir, ya la hemos puntuado en Filmaffinity. Ojo, que no lo critico, porque yo soy el primero que lo hace, ya que tratar de vivir hoy siguiendo el modelo del Walden de Thoreau es negar el progreso y, al mismo tiempo, esa humana búsqueda de la superación intergeneracional.
El problema es cuando la posibilidad de llegar a más gente (para dar a conocer un buen libro, un buen disco o una mala película o un mal bar) se convierte en la necesidad acuciante de compartir a los cuatro vientos todo lo que hacemos. Y si esa necesidad no va aparejada a una búsqueda de aprobación social, quizá tenga un pase, pero no debemos pasar por alto que, desde que hasta los frigoríficos tienen internet, vivimos envueltos en un halo de inmediatez que nos ha obligado, claro que no a punta de pistola pero sí a base de huir de la etiqueta de ser un bicho raro, a vivir pegados a una pantalla. Con más nomofobia o menos, nuestra vida depende hoy tanto del teléfono móvil que los adolescentes de ahora pueden llegar a sufrir depresión (y ha habido casos de suicidios, poca broma) si reciben un comentario desagradable a la foto que ellos mismos subieron. Y ahí es cuando la búsqueda de la aprobación social se convierte en un problema. Es el aplauso virtual como sustituto del placer de lo real. Ahora la vida se mide en retuits, suscriptores al canal de YouTube, seguidores en Facebook y me gustas en Instagram. Educar contra eso es complicado, más que nada porque es difícil explicarle a un chaval de quince años que tú alguna vez, con esa misma edad, vivías sin toda esa parafernalia narcisista y conseguiste ser un chaval feliz.
El narcisismo actual puede tener diversas causas, pero hace unos días, hablando del tema precisamente en el muro de Facebook de Toño Abad, secretario general de Diversitat LGTBI en Alicante, Aurora Serrano Serrano dio en la clave. Aurora es vocal de Gitanas Feministas por la Diversidad y, para ella, este narcisismo que nos envuelve tiene una causa evidente: el aumento de la mediocridad. Aurora definía al mediocre como aquel que vilipendia al de al lado solo para conseguir resaltar entre una multitud informe donde todos lucen el mismo peinado y la misma marca en las zapatillas. Solo hay que ver las audiencias de televisión para apreciar de qué manera se aplaude y se normaliza esa mediocridad: programas donde todos chillan para tener razón, donde se promociona la incultura, donde se critica el esfuerzo, donde se favorece un cambio de imagen para escapar de las burlas y conseguir mimetizarse con el entorno… Hay salvedades, claro, pero hay que saber buscarlas en una parrilla enorme de programas vacuos que fomentan la nada más absoluta, el ruido, el pensamiento único.
Trabajar para eliminar la mediocridad es (debería ser, al menos) tarea de todos. De cada uno de nosotros. No hace falta desconectar el wifi, apagar el teléfono y marcharse a las montañas a escuchar el rumor del agua cayendo en cascada mientras leemos poesía simbolista. Al contrario. Debemos escuchar al otro, respetar al de enfrente, derribar los muros (propios y ajenos) y construir el mundo que nos gustaría legarles a nuestros hijos cuando la tierra nos sea leve y nos marchemos de ella, como Antonio Machado, ligeros de equipaje.