Este verano que ya solo queda en el recuerdo, a la par que releyendo el Quijote (me quedé a mitad de la primera parte, porque luego pasé a las Novelas ejemplares y terminé el Viaje del Parnaso en un verano de esos que se llaman cervantinos), estuve disfrutando del último libro de Antonio Muñoz Molina: El verano de Cervantes. Asimismo, el verano culminó con el estreno de la última de Alejandro Amenábar, El cautivo, sobre los años en Argel del genio de Alcalá de Henares. La veremos, por supuesto. Y a ver si convenzo a todo el nivel de 3.º de ESO para ir a verla. En ello estamos. Dejo aquí el tráiler:
Decía que he disfrutado mucho con la lectura del libro de Muñoz Molina y es cierto. Es una mezcla de biografía y ensayo literario que nos presenta la relectura del Quijote a partir de capítulos breves (o muy breves) que engarzan la historia personal del novelista con comentarios sobre la novela. Se lee no diré en una, porque es un libro denso, pero sí en cinco sentadas. La prosa de Muñoz Molina tiene la capacidad de envolverte y hacerte sucumbir.
Para muestra, esta sección 103 que te traigo:
La tarea humilde, tenaz, necesaria, desagradecida, amarga, exaltada, insobornable del arte de la novela es contar las cosas como son, muchas veces a través de personajes tan aturdidos o zarandeados por las circunstancias que no llegan a entenderlas, o que las descubren por fin después de un doloroso aprendizaje. No como debieran ser, o como uno quisiera que fuesen, o como parece que fueron en otras épocas, o en las novelas, sino como se muestran delante de los ojos a quien quiere mirarlas o no tiene más remedio que hacerlo, aunque quisiera que fuesen de otro modo pero no consigue o no quiere engañarse, o engañar a otros. En Balzac hay momentos súbitos de revelación en los que alguien ve lo hasta entonces oculto. Rastignac, el trepador social que ha aprendido a disimular y a mentir, vio entonces el mundo tal como es. En las novelas de Saul Bellow, protagonistas distraídos, sensuales y de escasa voluntad y sentido práctico encuentran siempre a alguien que se convierte para ellos en un reality instructor.
La novela trata de lo vulgar y lo áspero y lo trivial y lo desastrado de la vida, pero al mismo tiempo presta atención a las fantasías que lo niegan y lo endulzan, y se complace con perversa ironía, con un sarcasmo atemperado por la misericordia, en resaltar el contraste entre lo tangible y lo imaginario, entre la vida humana tal como es y las invenciones literarias o mitológicas o religiosas que quieren ennoblecerla, dotarla de un sentido y una coherencia mundana o metafísica. La novela se complace en lo concreto y no en lo abstracto, en lo singular y no en lo quimérico, en lo común y no en lo excepcional o heroico, en el habla vernácula y no en la retórica literaria, en lo azaroso y terrenal y no en lo inflexible del destino.
La novela es pura inmanencia. En la novela, contrapunto de la épica, los ideales se exhiben para ser desacreditados y los héroes, vistos de cerca, resultan ser fantoches, los cuerdos locos, los señores idiotas o vulgares, los analfabetos racionales, las mujeres más sabias y astutas que los varones. La novela viene del cuento popular y la celebración carnavalesca. La novela es desmesura formal, improvisación, brochazo, mescolanza, burla, parodia. La novela parece no aspirar a otra cosa que eso que Cervantes llama entretenimiento, dirigido no a un erudito exigente, sino a un desocupado lector. La novela es una historia que alguien empieza a contar o a leer en voz alta y deja en suspenso a los que escuchan, queriendo saber lo que viene a continuación, enfadados si el relato se interrumpe: es el sabroso cuento que fascina tantas veces a los personajes de Don Quijote, empezando por él mismo, y que deja en suspenso la acción principal, sin que nadie se preocupe demasiado por ella.
La novela es un hilo que no debe romperse y una madeja en la que se entrecruzan los hilos de diversas narraciones, porque siempre son muchos los cabos sueltos, las perspectivas, las peripecias de las vidas, y porque no hay ninguno que no merezca ser considerado. La novela es la burla ácida de los lenguajes más levantados y de las historias más nobles o heroicas, porque todo artificio verbal se vuelve ridículo por comparación con la naturalidad y la viveza del habla. Cualquiera que tenga dos ojos en la cara sabe que no hay heroísmo que no encubra una dosis de impostura o de farsa, y que cada apariencia visible de superioridad o nobleza oculta la cruda verdad del abuso. La novela hace suya la comicidad vulgar del entremés para mostrar lo que permanece invisible en cualquier otra forma de expresión literaria. La novela explora y hace suyos territorios narrativos y verbales que están fuera de la literatura. La literatura, en cuanto se formaliza, excluye el habla y el fluir y la variedad de la vida. La novela es vulgar como el entremés y en tiempos de Cervantes no da prestigio a quien la escribe. Despierta la risa y no la culta admiración, y se complace sin escrúpulo en todo lo más vulgar de la vida privada, y de la vida corporal, lo bajo y no lo alto, la carcajada y no el éxtasis, la comida y la bebida y la digestión con todas sus consecuencias orgánicas, incluidas las más repelentes, que son las que ofrecen mayores oportunidades para una comicidad impresentable. Sancho Panza caga sin separarse de don Quijote la noche de los batanes y Leopold Bloom lo hace todavía con mayor deleite después de haberse desayunado un riñón de cerdo a la plancha. Sancho eructa, vomita encima de don Quijote, se come una gallina entera asada en las bodas de Camacho, y media empanada de liebre con el escudero del falso caballero de los Espejos, y fija la mirada en el cielo estrellado mientras recibe en la boca abierta el chorro de vino de una bota. Los amos, mientras tanto, debaten cortesanamente sobre sus amores incorpóreos.
Cuando lo leí me pareció una definición genial de lo que es la novela. Y a ti, ¿qué te parece?
Ya lo tengo y lo empiezo esta semana.
Disfrútalo. Es una gozada. Y si lo acompañas de la relectura del Quijote, doble placer.