Cumplió la semana 40 el 27 de enero, pero estaba claro que este niño iba a nacer cuando le diera la gana. Tanto es así, que ni siquiera nació el 7 de febrero, cuando mi esposa y yo ingresamos en el hospital Vithas para que le indujeran el parto. Tras más de veinticuatro horas de lenta dilatación —ahí el tiempo sí se dilató—, Acoidán (nombre guanche que significa «hombre poderoso») vio por vez primera la luz el martes 8 de febrero a las 12:30 h. Pesó 3,290 kg al nacer y midió 52 cm. Será un niño alto, todo apunta a ello.
A los pocos minutos, ya tomaba pecho. A las pocas horas, ya seguía con la mirada a las caras embobadas de su madre y yo. Aferraba sus manitas a cualquier cosa. Ahora empieza un camino de primeras veces en el que dejaremos que se equivoque, aprenda, se caiga y se levante; corra, duerma y sueñe; lea, hable y cante; ría, llore o grite. Donde vaya, será nuestro hijo. Y eso, como dice aquel soneto de Borges, es un nuevo eslabón en una cadena de antepasados del que surgirá, quizá, algún día, una semilla nueva.
Lo vamos a querer toda la vida.

No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
son los que un largo dédalo de amores
trazaron desde Adán y los desiertos
de Caín y de Abel, en una aurora
tan antigua que ya es mitología,
y llegan, sangre y médula, a este día
del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
y, entre nosotros, tú y los venideros
hijos que has de engendrar. Los postrimeros
y los del rojo Adán. Soy esos otros,
también. La eternidad está en las cosas
del tiempo, que son formas presurosas.
Jorge Luis Borges
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