En agosto de 2017 publiqué una entrada en este mismo blog titulada «Borges y la censura» que empezaba:
Servidor siempre ha estado en contra de la censura, sobre todo la que viene de arriba y coarta las libertades básicas de expresión y opinión de las personas, y más concretamente de los artistas.
Me vino a la cabeza esta entrada estos últimos días en los que ha saltado la noticia de otra censura. Porque lo sucedido con el que iba a ser el próximo libro de Luisgé Martín, titulado El odio (que la editorial Anagrama iba a publicar el próximo miércoles 26 de marzo), no deja de ser otro ejemplo de censura.
El libro —todo el mundo lo sabe a estas alturas— se acerca a la figura de un asesino: José Bretón, que mató a sus dos hijos, de 6 y 2 años, sedándolos primero y luego reduciéndolos a cenizas. Todo para hacer sufrir (aún más) a su ex y madre de los niños, Ruth Ortiz. Pero del libro, que hay que subrayar que no es una novela, sino un ejercicio de ensayo novelado dentro de ese subgénero tan en boga que es el true crime, no sabemos más que lo que el propio autor ha escrito: sin ir más lejos, hay un largo artículo en El confidencial en el que podemos intuir por dónde va a ir. Es decir, nadie ha leído el libro.
Por ahora, estamos en la primera fase: la denuncia pública. Se ha señalado el objeto al que disparar (en este caso, la editorial y el autor) y, tras eso, una horda de odiadores profesionales ha salido, después de la paralización de la edición por parte de Anagrama a consecuencia de la denuncia de Ruth Ortiz, cuya abogada leyó sin duda ese artículo de El confidencial, pide más sangre: cancelación absoluta de la editorial, enmienda a la totalidad de sus libros publicados, invitación a no comprar nada de ellos jamás. ¿Y lo siguiente qué será? ¿Quemamos los libros del autor? ¿Quemamos al autor?

La editorial Anagrama decidió suspender la publicación hasta que la justicia se pronuncie. Y así lo expresó en su perfil de X el viernes 21:
En todo esto subyace el eterno debate del papel de los true crime, donde podemos estar horas hablando sobre libertad creativa (amparada por la Constitución, artículo 20) y derecho al honor, sobre todo cuando hablamos de menores. Todo esto lo tendrá que dirimir un juez, que va a tener que leer el libro y ver hasta qué punto se vulnera el honor de las víctimas (teniendo en cuenta que hay una víctima viva, la madre) darle voz a un asesino.
No es el primer libro de estas características. La nota de la editorial lo recuerda. Ni tampoco es la primera (ni será la última) vez que esto pase. Un artículo de El mundo hablaba de ello.
¿Qué hubiera pasado, toca preguntarse, si Luisgé Martín, en lugar de ir a la cárcel a hablar con José Bretón, hubiese acudido, tras cartearse cincuenta o sesenta veces, para entrevistarse y conocer a un tal Pablo Crespo? ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de ser el asesino de dos niños de 6 y 2 años, fuera un tipo que drogó y quemó a su hijo de 5 y a su hija de 3? Si el escritor hubiera cambiado los nombres de los protagonistas, el lugar de los hechos, algunos datos y acontecimientos… ¿estaríamos ahora en este punto? Creo que no. Es más, seguro que no. Por eso las acusaciones de que Anagrama busca hacer caja con el dolor de la madre, que Bretón se enriquece, que el Luisgé Martín es un sádico…
Esto último (el miedo al ostracismo) es lo que hace que mucha gente, muchísima, cuando se dispone a escribir sobre un crimen real, máxime cuando todavía hay gente viva vinculada a él, decida modificar nombres y lugares. Porque a todos los escritores nos encanta que nos comparen con A sangre fría, de Truman Capote, pero, seamos sinceros, vivimos otros tiempos. Quien haya leído a Mariano Sánchez Soler lo sabe. Dos libros suyos, Nuestra propia sangre y El asesinato de los marqueses de Urbina, se basan directamente en los crímenes de la Dulce Neus y los marqueses de Urquijo. Y ambas novelas ganaron premios antes de ser publicadas, leídas y disfrutadas.
Sin querer compararme con el maestro, yo escribí Bajo las piedras y Yo maté a vuestro hijo, inspirándome en casos reales acaecidos en Novelda y Petrer, respectivamente. Y cambié todo. Para la primera, con las hijas de la madre asesinada (que además habían participado sin saberlo del ocultamiento del cuerpo) aún vivas, cambié el nombre del pueblo y los nombres de las personas implicadas, aunque me ceñí a la verdad de los hechos demostrados, pues tuve acceso a la sentencia, me entrevisté con el abogado del asesino. En Novelda, bautizado como Del Monte, todos sabían de qué crimen se estaba hablando, pero nunca se mencionaba en el cuerpo de la novela. En Yo maté a vuestro hijo mantuve los nombres de los lugares (ciudades, institutos, calles, bares…), pero cambié el de los protagonistas y añadí hechos y subtramas que no existían (o sí, ¿cómo saberlo?) en la realidad.
Podría haber mantenido todo tal cual, ciñéndome a la verdad de lo ocurrido, pero podría haberme arriesgado a todo este señalamiento público. Además, yo hago novela y la novela es ficción y ficcionar es inventar. No se puede novelar un crimen real sin inventar y, claro, en el momento en que se inventa ya se aparta uno de ese crimen real. Creo que Luisgé Martín se acerca más al género del reportaje (rozando quizá la autoficción, ¡habrá que leer el libro antes para confirmarlo!) y ahí es indispensable novelar lo mínimo: rehacer respuestas, alterar hechos aunque mínimamente, extenderse en una descripción… Y, claro está, presentar a los protagonistas con nombres y apellidos, aunque algunos sean seres despreciables.
Me viene ahora a la cabeza la maravillosa El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández (curiosamente, también editado por Anagrama). Allí, el escritor novelaba cómo su mejor amigo mató en la Nochebuena de 1995 a su hermana y luego se suicidó y cómo, años después, se dispone a escribir esa historia. Él se coloca en el centro, porque era su amigo, pero hablaba de otras personas, ¿no? El asesino y la víctima eran menores.
¿Qué cambia ahora? ¿Que es un caso mediático? No debería importar. Los derechos de las víctimas deberían ser los mismos, antes y ahora. ¿Qué es diferente, entonces? ¿Que hoy todo tiene que «aprobarse» por las redes sociales? ¿Dónde queda la libertad creativa? ¿Dónde empieza la censura? Por mi parte, ojalá se publique el libro, se lea y sea la gente quien lo condene o no. Aunque mucho me temo que quienes ya lo han condenado (al libro, al autor, a la editorial) no pensaban acercarse al libro. A este o a cualquier otro, me atrevería a afirmar.
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