Supongo que habrán oído la noticia de esa discográfica estadounidense cuyo productor no quiere publicar a jóvenes talentos ni arriesgar su dinero en grupos surgidos en bares, al amparo de la noche, como la banda sonora de unos besos robados regados con alcohol. Desde hace años, y ya que la discográfica es suya, solo edita discos con versiones de rock de los 60 o grunge de los 90. Y le va bien, tan bien que otras discográficas han decidido copiar la fórmula. Al final, son cantantes y grupos desconocidos los que plasman sus nombres en las carátulas y giran unas semanas por las radios del país, pero la creatividad es de otros músicos, anteriores, que vertieron sus dudas, sus amores y sus angustias sobre la partitura y tuvieron éxito décadas atrás. Esos grupos o cantantes, amparados por el éxito asegurado de unas ventas atraídas por la nostalgia, se ven abocados a copiar, a veces literalmente, riffs ajenos, melodías y armonías que no nacieron de su imaginación, y todo por la ansiada contemplación de un nombre impreso en papel cuché.
El párrafo anterior es ficción (espero), aunque si sustituimos la palabra «discográfica» por «productora» y las palabras «disco» y «cantantes» por «película» y «guionistas y directores», tenemos una realidad apabullante: la que nos habla, no ya de la falta de creatividad en Hollywood, que dudo que sea así, sino más bien de una falta de credibilidad en las historias que se escriben. Y ante eso, obvio, si uno tiene que jugarse el dinero, prefiere hacerlo a caballo ganador. Ben-Hur es de los últimos remakes que hemos podido ver en las pantallas, pero no es el primero, claro. De un tiempo a esta parte, las carteleras se han poblado de películas basadas en cómics sobre superhéroes, revisiones modernas de clásicos (recuerden esa copia, plano a plano, pero en color, de Psicosis) o adaptaciones norteamericanas de películas de otros países (quizá sea porque los yanquis no quieren leer subtítulos o no conocen el doblaje). Incluso Disney, que siempre ha basado su producción en adaptar al cine los clásicos de la literatura infantil, se ha subido al carro. El libro de la selva con seres humanos animados por ordenador le salió bien económicamente hablando, y ahora han anunciado que rodarán El rey león. Anticipándose a las críticas, han dicho también que conservarán las canciones, quizá para remover esa nostalgia a la que aludía antes y que hará que sean muchos los que acudan acudan al cine a tararear los temas con los que crecieron. ¿Para cuándo Aladdin con personas reales? ¿O La Sirenita? Tim Burton, experto en revisiones modernas de clásicos inmortales (El planeta de los simios, Charlie y la fábrica de chocolate, Alicia en el País de las Maravillas…) va a dirigir y producir Dumbo. ¡Sorpresa! Pero le han pedido modificar el final, para que ahora sea feliz. Esperemos que no le metan mano a Bambi, porque, con otro final, pasará a ser un simple documental de naturaleza. O puede que ni eso…
Ciertamente, no creo que sea un problema de creatividad, porque sería muy extraño que esa epidemia solo les ocurriera a los norteamericanos. En España, nuestros directores y guionistas nunca han tenido que recurrir a los clásicos para estrenar películas. ¿Se imaginan un Bienvenido Mr. Marshall con otros actores que no sean Pepe Isbert o Lolita Sevilla? ¿Irían a ver Mujeres al borde de un ataque de nervios con otras actrices? ¿En serio se arriesgarían a entrar al cine a ver cómo ha dejado El espíritu de la colmena un director distinto a Víctor Erice?
Siempre he imaginado a los guionistas un poco como el personaje de Nicholas Cage en El ladrón de orquídeas: enfermizos, solitarios y trasnochadores. Ahora, además, habría que sumar a eso la imagen de una cadena al cuello atada a una máquina de escribir. El látigo es opcional. Está claro que el deseo principal de cualquier escritor es, por encima de todo, pagar las facturas a final de mes, pero es muy triste que, para lograrlo, uno tenga que vender al Diablo su creatividad.