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Sobre los personajes de ficción

David Corbett, en su más que recomendable El arte de crear personajes, habla en el segundo capítulo sobre cómo encuentran los autores a los personajes de ficción de sus obras. Básicamente, para él existen cinco fuentes principales:

  • La misma historia.
  • El inconsciente.
  • El arte, la música o la naturaleza como inspiración.
  • Personas reales.
  • Una combinación de las anteriores.

Hablemos de la cuarta. Si bien es arriesgado inspirarse en personas reales para crear personajes, sí podemos coger (y de hecho todos los autores lo hacemos en mayor o menor medida) detalles de una u otra persona, combinando en un solo personaje aspectos de tres o cuatro personas.

El mundo que nos rodea es una fuente inagotable de personas que pueden inspirar decenas y decenas de personajes. Incluso, aunque estemos escribiendo una historia inspirada o basada en hechos reales (a no ser que sea un pasaje de la historia altamente conocido, y aun así todo se puede y se debe ficcionalizar), cogemos de un sitio y otro, tomamos prestado de varias personas para crear a un único personaje. Lo suelo hacer así.

Corbett cita un poema de John Updike, conocido novelista norteamericano (creador de la serie de Harry Conejo, con la que obtuvo dos Pulitzer), escrito a final de su vida, donde agradece a los compañeros de su infancia por proporcionar una diversa colección de tipos humanos, «all a writer needs».

Aquí está el poema, titulado Peggy Lutz, Fred Murth, publicado en diciembre de 2008 en la revista The New Yorker, y más abajo la traducción al español.

They’ve been in my fiction; both now dead,

Peggy just recently, long stricken (like

my Grandma) with Parkinson’s disease.

But what a peppy knockout Peggy was! –

cheerleader, hockey star, May Queen, RN.

Pigtailed in kindergarten, she caught my mother’s

eye, but she was too much girl for me.

Fred – so bright, so quietly wry – his

mother’s eye fell on me, a “nicer” boy

than his son’s pet pals. Fred’s slight wild streak

was tamed by diabetes. At the end,

it took his toes and feet. Last time we met,

his walk rolled wildly, fetching my coat. With health

he might have soared. As was, he taught me smarts.

Dear friends of childhood, classmates, thank you,

scant hundred of you, for providing a

sufficiency of human types; beauty,

bully, hanger-on, natural,

twin, and fatso – all a writer needs,

all there in Shillington, its trolley cars

and little factories, cornfields and trees,

leaf fires, snowflakes, pumpkins, valentines.

To think of you brings tears less caustic

than those the thought of death brings. Perhaps

we meet our heaven at the start and not

the end of life. Even then were tears

and fear and struggle, but the town itself

draped in plain glory the passing days.

*

The town forgave me for existing; it

included me in Christmas carols, songfests

(though I sang poorly) at the Shillington,

the local movie house. My father stood,

in back, too restless to sit, but everybody

knew his name, and mine. In turn I knew

my Granddad in the overalled town crew.

I’ve written these before, these modest facts,

but their meaning has no bottom in my mind.

The fragments in their jiggled scope collide

to form more sacred windows. I had to move

to beautiful New England – its triple

deckers, whited churches, unplowed streets –

to learn how drear and deadly life can be.

Traducido al español:

John Updike (1932-2009)

Peggy Lutz, Fred Murth

Han estado en mi ficción; ambos ahora muertos,

Peggy hace poco, afectada desde hace tiempo (como

mi abuela) de la enfermedad de Parkinson.

¡Pero Peggy era un encanto!,

animadora, estrella de hockey, reina de mayo, enfermera titulada.

Con coleta en la guardería, llamó la atención

de mi madre, pero era demasiado chica para mí.

La madre de Fred —tan brillante, tan tranquilamente irónico—

se fijó en mí, un chico «más simpático»

que los amigos de su hijo. La ligera vena salvaje de Fred

fue domada por la diabetes. Al final,

se llevó sus dedos y pies. La última vez que nos vimos,

su andar rodó salvajemente, buscando mi abrigo. Con salud

podría haber volado. Tal como era, me enseñó inteligencia.

Queridos amigos de la infancia, compañeros de clase, gracias,

escasos cientos de vosotros, por proporcionar una

suficiencia de tipos humanos: belleza,

matón, colgado, natural,

gemelo y gordo — todo lo que un escritor necesita,

todo allí en Shillington, sus tranvías

y pequeñas fábricas, campos de maíz y árboles,

incendios de hojas, copos de nieve, calabazas, tarjetas de San Valentín.

Pensar en ti provoca lágrimas menos cáusticas

que las que trae el pensamiento de la muerte. Tal vez

nos encontramos con nuestro cielo al principio y no

al final de la vida. Incluso entonces hubo lágrimas

y miedo y lucha, pero el pueblo mismo

cubrió de gloria el paso de los días.

*

La ciudad me perdonó por existir;

me incluyó en villancicos, festivales de canciones

(aunque cantaba mal) en el Shillington,

el cine local. Mi padre estaba de pie

atrás, demasiado inquieto para sentarse, pero todo el mundo

sabía su nombre y el mío. A su vez yo conocía

a mi abuelo en la cuadrilla del pueblo.

He escrito esto antes, estos modestos hechos,

pero su significado no tiene fondo en mi mente.

Los fragmentos en su ámbito sacudido chocan

para formar más ventanas sagradas. Tuve que mudarme

a la hermosa Nueva Inglaterra, sus

iglesias blanqueadas, calles sin arar…

para aprender lo triste y mortal que puede ser la vida.

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