«Los hacendados de Reigate»

Un reposo intranquilo

Publicado en la revista Strand en junio de 1893, «Los hacendados de Reigate» se recogió el año siguiente en Las memorias de Sherlock Holmes, volumen que incluía otros relatos que ya hemos tratado, como «El paciente residente», «La corbeta Gloria Scott» y «El ritual de los Musgrave».

John Watson empieza situándonos temporalmente: estamos en la primavera de 1887. El intenso trabajo de Sherlock Holmes lo ha llevado hasta Francia y le ha pasado factura en su tensión. El 14 de abril llega un telegrama desde Lyon anunciando que la salud de Holmes se resiente. Al parecer, lleva dos meses allá, en jornadas de trabajo de quince horas diarias, cinco días a la semana. Tuvo éxito en esa investigación sobre un estafador (de hecho, llegan telegramas de felicitación desde toda Europa), pero Sherlock está agotado, exhausto, deprimido.

Necesita un cambio de aires. Y Watson conoce al coronel Hayter, viejo conocido de cuando sirvió en Afganistán. Tiene una casa cerca de Reigate, en el condado de Surrey, al sur de Inglaterra. Una semana después de regresar de Lyon ya están los dos alojados bajo el techo de Hayter, soltero empedernido.

Pronto empiezan las complicaciones…

—A propósito —dijo el coronel—, creo que voy a llevarme arriba una de estas pistolas, por si acaso se produce una alarma.

—¿Una alarma? —repetí.

—Sí, últimamente tuvimos un susto en estas cercanías. El viejo Acton, que es uno de nuestros magnates rurales, sufrió en su casa un robo con allanamiento y fractura el lunes pasado.

Al igual que le ocurría a la señora Fletcher en la serie Se ha escrito un crimen, en cuanto llegan Holmes y Watson a algún sitio las desgracias se multiplican. En el diálogo anterior comprobamos otro recurso clásico de la narrativa, que es que todo lo que aparece en un relato ha de ser necesario. Decía Antón Chéjov al respecto:​

Elimina todo lo que no tenga relevancia en la historia. Si dijiste en el primer capítulo que había un rifle colgado en la pared, en el segundo o tercero este debe ser descolgado inevitablemente. Si no va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí.

Aquí se cumplirá.

El asunto parece mínimo, pero Holmes pronto empieza a indagar. Al parecer, los ladrones solo se llevaron «un volumen valioso del Homero de Pope, dos candelabros plateados, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de madera de roble y un ovillo de bramante».

A la mañana siguiente salta la noticia de un nuevo suceso. Esta vez en la finca del juez de paz Cunningham, pero no se trata de un robo, sino de un asesinato. Han matado a William Kirwan, el cochero, que había sorprendido a un ladrón. El coronel que hospeda a la pareja de Baker Street les pone en antecedentes: «el anciano Acton reivindica la mitad de la finca de Cunningham, y los abogados han intervenido de lo lindo».

Cuando acuden al lugar del crimen los recibe el inspector Forrester, quien explica que el asesino fue visto tanto por el juez de paz como por su hijo, el joven Alec Cunningham. Era un hombre de mediana estatura y lleva ropas oscuras, lo que es lo mismo que decir nada. Pero hay algo más… Entre el pulgar y el índice del muerto se encontró un fragmento arrancado de una hoja más grande:

—Y suponiendo que se trata de una cita —continuó el inspector—, es, desde luego, una teoría concebible la de que ese William Kirwan, aunque tuviera la reputación de ser un hombre honrado, pudiera haber estado asociado con el ladrón.

De inmediato, Holmes se interesa por el caso: observa el cadáver, inspecciona las inmediaciones, visita a la madre del finado…, todo para concluir que ese fragmento de papel, que contiene la hora exacta de la muerte, es de vital importancia. Hay que encontrar el resto de la hoja.

En la finca de los Cunningham, ante el juez de paz y su hijo, Sherlock finge un desmayo y cuestiona el orden en que supuestamente ocurrieron los hechos: que el ladrón asesino fuera sorprendido cuando entraba en la casa y no como piensa él, mientras salía. Si padre e hijo aún estaban despiertos y la luz de las habitaciones se podía ver desde fuera, ¿a qué robar en una casa con gente despierta? Es evidente que Holmes duda de ellos. Para conseguir una muestra de escritura, el detective redacta una nota de prensa e introduce un error, de tal modo que el juez de paz escriba a mano la hora exacta del crimen, que es la misma que aparecía en el fragmento hallado entre los dedos del cochero muerto. La grafología, hoy considerada una pseudociencia, vivió un auge en el siglo XIX.

Mientras inspeccionan la casa, Sherlock provoca una distracción: rompe un frutero y aprovecha para quedarse a solas. Cuando los Cunningham van a buscarlo, los gritos de Holmes resuenan por toda la casa: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!».

Los dos Cunningham se inclinaban sobre la figura postrada de Sherlock Holmes, el más joven apretándole el cuello con ambas manos, mientras el anciano parecía retorcerle una muñeca,

Al liberarse, Holmes los acusa de asesinato. El hijo porta incluso un revólver, que intentaba amartillar. Y Sherlock, el resto de la hoja . Como explica el detective, si enseguida el ladrón huyó y enseguida acudió a socorrerlo Alec Cunningham, nadie más que él pudo arrancar la hoja. Y solo cabía una opción: el contenido lo incriminaba de algún modo.

Haciendo un análisis grafológico, Sherlock se percata de que el papel fue escrito por dos personas, alternándose las palabras. En el original se juega con la fuerza en que se escribieron las t en palabras como at y to, en comparación con la tibieza de la misma letra en quarter y twelve. Se trata de alguien joven y de alguien viejo.

Siguiendo el estudio grafológico, Holmes explica que hay un parentesco sanguíneo entre quienes escribieron la nota, «obvio en las e de trazo griego». Y continúa desmontando la versión de los hechos de los Cunningham: no pudo morir en el forcejeo, porque en la herida del cadáver no se encontró pólvora; no pudo escapar el supuesto asesino por aquel sendero, porque no hay rastro de pisadas en la tierra húmeda…

Holmes averigua que ellos mismos entraron a robar en casa del señor Acton (con quien, recordamos, tenían un litigio por los terrenos) para dar con algún documento que les diera ventaja. Al no encontrar nada se llevaron cualquier cosa que estaba de por medio. Cuando Sherlock se queda solo en casa de los Cunningham aprovecha para registrar los bolsillos de una bata. Allí estaba el resto de la nota y entonces es sorprendido por padre e hijo, que intentan matarlo para que no salga a la luz la verdad.

Solo queda observar el papel ya recompuesto, cuya traducción es: «Si viene esta noche a las doce menos cuarto a la cancela este, obtendrá algo que le sorprenderá mucho y tal vez sea de la mayor utilidad para usted y para Annie Morrison. Pero no diga nada a nadie».

William, el cochero, cayó en la trampa. El reposo campestre de Sherlock Holmes ha servido para resolver un crimen. Pero en nosotros, los lectores, surge un enorme interrogante que jamás será desvelado: ¿quién diablos es Annie Morrison?

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