«El paciente residente»

Una historia de venganza

«El paciente residente», publicado originalmente en la edición de agosto de 1893 de The Strand Magazine, se recogió en el libro Las memorias de Sherlock Holmes. Como otras historias de las que ya hemos hablado (como «El ritual de los Musgrave» o «La banda de lunares»), iba ilustrada por Sidney Paget. En la introducción del relato se citan dos obras, la novela Estudio en escarlata, y el cuento sobre la corbeta Gloria Scott que ya tratamos hace semanas. En esta ocasión, a pesar de que el propio Watson advierte que «el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado», «toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie».

Veamos esas circunstancias. Estamos «hacia el final del primer año» en el que Holmes y Watson comparten piso en el 221B de Baker Street. Es, por tanto, 1881. El día es frío, ventoso, otoñal, pero al atardecer, cuando salen las estrellas y el viento amaina, aprovechan para dar un paso por Londres. Cuando vuelven, ya de noche, un coche de caballos espera en la puerta.

—¡Hum! Un médico… y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo

Watson apenas se sorprende ya de cómo trabaja el cerebro de Sherlock Holmes. El hombre es Percy Trevelyan, doctor especialista en enfermedades nerviosas. Vive en el número 403 de Brook Street, lugar en el que han ocurrido algunas hechos insólitos, y edificio, como sucede en otras historias, que no existe.

De nuevo (ya estamos acostumbrados al leer a Conan Doyle), la historia que cuenta Trevelyan esconde una segunda capa, una nueva pieza de la matrioska. Un caballero de nombre Blessington acude a él y le propone invertir mil libras en amueblar y disponer una casa para que pase consulta . A cambio, el médico le dará al tal Blessington las tres cuartas partes de lo que obtenga, reservándose para sí mismo el otro cuarto.

El 25 de marzo se instalan los dos hombres, Blessington en calidad de paciente interno, o paciente residente (de ahí el título del relato), pues tenía «el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica». Todo marcha sobre ruedas.

Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba mis libros, depositaba cinco chelines y tres peniques por cada guinea que yo hubiera ganada y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.

Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, esta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.

Pero algo se tuerce. Unas semanas antes, Blessington acude al doctor Trevelyan diciéndole que había sufrido un robo en el West End, la parte occidental de Londres. Tras ello, añaden cerrojos más firmes en puertas y ventanas y Blessington se dedica a acechar por la ventana.

Dos días antes llega una carta a Brook Street: un noble ruso que sufre de catalepsia lo visitará al día siguiente por la tarde.

Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules.

Es su hijo. Durante ese primer reconocimiento, el noble sufre un ataque. El doctor baja a la primera planta para buscar una botella de nitrito de amilo (un compuesto químico también conocido como popper). Su inhalación habría de solucionar el achaque, pero cuando regresa, tanto el noble como su hijo han desaparecido.

Y ahora avanzamos en el tiempo hasta el presente de la narración de Percy Trevelyan, esa noche en la que llega a Baker Street. Ya conocemos a Arthur Conan Doyle y su técnica narrativa. Las idas y venidas de la narración son habituales en él, lo que hace avanzar la trama y, con ella, el interés. Pues bien, esa misma tarde vuelven al consultorio el noble ruso y su hijo, quien se disculpa por la repentina huida del día anterior. Por lo visto, esos ataques que le dan al padre y que lo dejan sin saber dónde está…

Cuando regresa Blessington de su paseo diario, este descubre unas pisadas en su habitación. «Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar».

Hasta aquí el planteamiento del problema y la mitad del relato. En la segunda parte, como ya hiciera en otros relatos, tendremos la solución. Que empieza con Blessington apuntándoles, nervioso, con una pistola en cuanto Sherlock Holmes, John Watson y el doctor Trevelyan llegan a la casa de Brook Street. Con un simple vistazo, Holmes acusa a Blessington de conocer al ruso y a su hijo de antes, pero ante la negativa de aquel, se marchan de casa, confiando (sabiendo, más bien) que al día siguiente se aclare el asunto.

Y así es. Blessington se ha suicidado, ahorcado durante la noche. Holmes y Watson acuden a la escena del crimen, donde está Lanner, inspector de policía, pero la investigación oficial no ve más allá de un suicidio:

—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y esta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó.

Sin embargo, Sherlock solo tiene que observar las colillas que hay en la habitación para saber que se trata de un asesinato. Es más, sabe que han participado tres sujetos:

El hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.

Pero el botones no aparece por ningún lado. Hasta que al final dan con él y todo se revela: Blessington era en realidad Sutton y, junto con los otros tres, llamados Biddle, Hayward y Moffat, conformaban la banda que atracó el banco Worthingdon, en 1875. Explica Holmes:

Tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. […] Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, el paciente residente, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada año. Cuando salieron en libertad el otro día, nos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero.

Por eso Blessington/Sutton estaba tan nervioso y quiso fortalecer las cerraduras de puertas y ventanas: había leído en la prensa sobre la excarcelación. Escondido de la justicia, la venganza lo encontró primero.

¿Y qué pasó con los asesinos? En el párrafo final, recurso que ya ha empleado Conan Doyle en otras ocasiones, Watson nos lo resume: «en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la cosa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto».

Con esto vemos el marco temporal de estas memorias de Sherlock Holmes: desde la publicación en 1894 del libro (y un año antes en la revista) se nos cuentan hechos que ocurrieron entre 1881 y 1887 y, en este caso en concreto, que se remontan al atraco del banco en 1875. También como hemos visto en otros relatos, se trata de una anécdota sencilla que, salpicada de algunos deslumbrantes ejemplos del método de Holmes (la averiguación de las colillas, el tamaño de las huellas, saber que el visitante es médico…), convierte a «El paciente residente» en una pequeña delicia, un divertimento muy fácil de leer y, posiblemente, también sencillo de escribir.

Comentarios

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