Permítanme comenzar con una historia.
Dice la leyenda que, hace mucho tiempo, un guerrero fue de visita a la casa de un maestro zen. Al entrar se presentó, le relató al sabio todos y cada uno de los aprendizajes y títulos que había obtenido tras años y años de sacrificio y estudio continuado y, tras esto, el guerrero dijo que había venido hasta allí, recorriendo a pie muchos kilómetros a través de varias regiones, con la única intención de que le enseñara todos los secretos del conocimiento Zen.
El maestro se limitó a invitarlo a sentarse y le ofreció una taza de té. Sentados alrededor de una mesa, el maestro comenzó a verter el té en la taza del guerrero, continuando incluso después de que la taza estuviera llena. Consternado, el guerrero le advirtió al maestro que la taza ya estaba llena y que el té se esparcía por la mesa.
El maestro respondió con tranquilidad: «Exactamente. Tú ya vienes con la taza llena; ¿cómo podrías aprender algo?». Y ante la expresión incrédula del guerrero, el maestro zen añadió: «A menos que tu taza esté vacía, no podrás aprender nada».
Esta sencilla y hermosa leyenda nos enseña que, para avanzar, para aprender, primero tenemos que vaciar nuestro interior de todo aquello que llevamos sobre nuestros hombros como cargados sacos de pensamientos huecos. El pasado no existe, así que no puede dominarnos ni tampoco podemos vivir a través de él. Tan solo son recuerdos, fotografías que amarillean en las estanterías, libros cuyas páginas se recubren de polvo, discos en los que ya ni siquiera se aprecia la melodía. ¿Hemos de conocerlo? Por supuesto, pero solo para no cometer los mismos errores. No podemos vivir alojados en el recuerdo, en lo remoto, porque la vida (la nuestra y la de todos los seres vivos que habitamos la Tierra) va hacia delante, y a nadie le deseo una vida instalada en la repetición del pasado, pues eso únicamente causa dolor, rencor, odio y tristeza. Y la tristeza, el odio, el rencor y el dolor son malos habitantes del alma, nos impiden ver más allá de los muros de nuestro cuerpo.
Miremos, pues, al futuro, vaciándonos de todo lo que creemos saber para poder aprender realmente, para poder avanzar. Porque necesitamos avanzar, porque esta época de crisis financiera, económica y de valores necesita de discursos nuevos y de caras nuevas, porque no podemos salir de esta crisis del siglo XXI con políticas del siglo XIX y personas del XX. Escuchando las opiniones de quienes nos precedieron, claro está, valorando su ayuda y colaboración, pero teniendo claro que la única forma de disfrutar un amanecer es levantándonos pronto y viéndolo. De nada sirve que nos lo cuenten, que lo veamos en fotografías, que nos lo describan segundo por segundo a través de una infinita y detallada paleta de colores, sonidos y aromas. Nada es comparable a la suprema sensación de la experiencia propia.
Es el consabido desaprender, ese momento en el que derribamos todos los muros ulteriores de nuestro ser y nos presentamos ante el mundo tal y como realmente somos; es decir, simples seres humanos que aspiran a más. Porque solo aspirando a más podemos cambiar lo que nos rodea. Solamente cuando de verdad queremos mejorar cuanto nos envuelve lo mejoramos. Porque el cambio empieza por nosotros mismos, cuando nos damos cuenta de que es posible, de que somos capaces, de que lo único que tenemos que hacer (como si fuera tan fácil, ¿no?) es vaciar nuestra taza y dejar que se llene de sabiduría.
Así ocurre a todos los niveles, en todos los aspectos y ámbitos de la vida. Cuando vivimos una profunda crisis —ya sea interior, con la pareja, en el trabajo o donde sea—, cuando ya parece que hemos tocado fondo, solo podemos ascender, solo podemos aspirar a ser mejores. La única forma de lograrlo es queriéndolo. Y nadie nos puede obligar a eso. Tiene que ser voluntad nuestra. Depende de nosotros mismos.