Poco o nada es lo que nos une como pueblo a las fiestas grandes de Pamplona. Salvo una pequeña calle en el barrio Sagrado Corazón, paralela al Paseo de los Molinos, pequeña, casi sin tráfico y silenciosa, dedicada a Fermín de Amiens.
Por el contrario, yo llevo celebrando los sanfermines toda mi vida. Nací un 7 de julio, a las 6:26 de la mañana, en la calle Emilio Castelar, en casa de mis abuelos, traído al mundo por el padre de mi madre, el doctor José Jordán. Cada 6 de julio veo el chupinazo, en casa o en algún bar almorzando, y cada San Fermín me levanto pronto para ver el primer encierro. Y así hasta que se entona el Pobre de mí. ¿Me pueden gustar los encierros sin que me gusten las corridas de toros? Por supuesto. Porque una cosa es la carrera, el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el animal, las distintas ganaderías y sus diferencias, la cuesta de Santo Domingo, el giro hacia la calle Estafeta y otra, totalmente opuesta, la barbarie (que algunos tratan de ver como arte) de marear a un ser indefenso durante media hora, clavándole espadas, alargando su cruel destino, hasta que muere asesinado entre los vítores de la plaza repleta. ¿Dónde está el arte? ¿Dónde la cultura? Les recomiendo que vean el documental Earthlings («Terrícolas»), o The Cove, o La pesadilla de Darwin. Porque todos somos seres vivos en un mismo planeta. Ninguna especie debería dominar a otra, subyugarla y maltratarla, y menos todavía por el simple hecho de la búsqueda del placer o, acabáramos, atendiendo a unas señas de identidad que, de ser así, a mí, por lo menos, no me representan.
Los puristas dirán que, gracias a las corridas de toros, el toro bravo sigue existiendo. Si es así, ¿a qué esperamos para montar corridas de linces ibéricos para que dejen de extinguirse? Nótese la ironía.
Solo una vez he estado en Pamplona; cuando tenía once años. Fue en 1994, durante un campamento veraniego que el Padre Dehon organizaba para sus alumnos en Puente la Reina (Navarra). Yincanas, deporte, noches sin dormir, trabajo en equipo, comida comunitaria, dormir al raso… Fue durante el verano del Mundial de EE.UU., cuando nuestra selección de fútbol no era lo que es actualmente. La tarde del 9 de julio, codazo de Tassotti a Luis Enrique incluido, ninguno estaba para demasiados amigos. Ha sido de las pocas veces que he celebrado mi cumpleaños lejos de mi tierra y de mi gente. Recuerdo que nos llevaron a ver una novillada de los sanfermines durante una excursión. Supongo que ahí nacería mi antipatía por la ¿fiesta? de los toros. También fuimos a ver, en Roncesvalles, la famosa piedra de Roldán, el héroe del poema épico francés, y me acuerdo de que, en un momento dado, alguien dijo: «y ahora estamos en Francia».
Mucho ha llovido desde entonces. Ahora cumplo veintinueve, «veintitodos» como digo yo, una cifra que me recordará todo este año que hoy empiezo que el año que viene cambiaré de decena. Como dice aquella canción de Alejandro Sanz y Paolo Vallesi, protagonista de mi verano del amor del 96: «soy un niño, a pesar de mis treinta cumplidos». Desde aquella tierna adolescencia, esa canción siempre ha estado muy presente. Es la metáfora musical del libro de James Matthew Barrie convertido en mito, en un mundo en el que cada vez somos más los que nos adherimos a la categoría de peterpanes. Porque, y siguen cantando Sanz y Vallesi, «siempre niño, que al mirarme al espejo entendí que lo importante es ser igual por dentro». Y nunca olvidaré el niño que fui, el que de alguna manera sigo siendo. Como cantaba Hiperión en la novela de Hölderlin: «en el niño haz paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte».
Acompaño esta reflexión con una fotografía de la clase de 4º B del Padre Dehon, tutorizada por Raimundo Rizo Mira, en el curso 1992-1993. Todos esos niños han cumplido o cumplirán veintitodos durante este 2012. Todos cumpliremos veintinueve, incluso Joaquín Blas, que ya no está entre nosotros. Él también cumplirá 29 años.
Toda esa felicidad que despedíamos en la foto ha ido cambiando de destino. Antes nos reíamos de cualquier cosa, mirando a cualquier parte, yo sobre todo con los tebeos de Pepe Gotera y Otilio o los de Astérix y Obélix (o el genial libro El pirata Garrapata, ataque de risa incluido el día que me tocó leer en voz alta en clase). No teníamos teléfono móvil, ni Internet, ni videoconsola. Ni siquiera eso era ciencia ficción, porque tampoco nos interesaba el futuro más allá del próximo fin de semana. Preferíamos el recreo, el fútbol de las cinco y las tragaperras del Casino o los Lucky. En el patio volaban de mano en mano los cromos de la Liga (a pantalón o camiseta) y rodaban las peonzas (ahora se han vuelto a poner de moda; lo hacen cada cuatro o cinco años, luego desaparecen del mercado, hasta que el lobby internacional de las peonzas decide que hay que volver a sacarlas). Acabábamos de comulgar. Mi grupo lo hizo el 24 de mayo de 1992, año olímpico como este, de blanco inmaculado y cruz al cuello, ya hace de eso veinte años…
Y no seguiré por ahí, porque me estoy poniendo muy en plan «abuelo cebolleta».
Los treinta y cinco niños de la foto ya hemos crecido. Nos hemos hecho hombres. La vida nos está tratando mejor o peor, pero quiero pensar que aún guardamos dentro alguno de esos motivos que nos hacían sonreír aquel día. Y es que, por muy mal que lo estemos pasando, siempre hay un motivo para sonreír. Hace poco me encontré con una frase atribuida al escritor brasileño Paulo Coelho: «un niño siempre puede enseñar tres cosas a un adulto: a ponerse contento sin motivo; a estar siempre ocupado con algo; y a exigir con todas sus fuerzas aquello que desea».
Hoy cumplo yo 29 años, pero no me olvido de aquellos que fueron mi clase. Los de siempre. Para que nunca nos falte una sonrisa en nuestra cara, para que siempre encontremos algo que hacer que nos llene (y, lo más importante, alguien que nos valore ese trabajo) y, por último, para que intentemos cambiar o exigir el cambio de aquello que no nos gusta, de todas las injusticias con las que convivimos día a día. Luchemos con todas nuestras fuerzas, las mismas que teníamos cuando no levantábamos metro y medio del suelo.
Y en esas sigo. Intentando mejorar en todo, pero sobre todo intentando no cambiar esa felicidad y optimismo que se dibujaban en mi rostro. Mirando siempre al futuro, no olvidando el pasado pero sí aprendiendo de él, perdonando y agradeciendo. Así lo dice el Dhammapada de Gautama el Buda: «“Me maltrató, me golpeó, me derrotó, me robó”. El odio de aquellos que almacenan tales pensamientos jamás se extingue. “Me maltrató, me golpeó, me derrotó, me robó”. Quienes no albergan tales pensamientos se liberan del odio». Y culmina diciendo: «el odio nunca se extingue por el odio en este mundo; solamente se apaga a través del amor».
En este mundo de envidias y rencores, de odios que carcomen los adentros, vamos a iluminar nuestras vidas con la luz del amor. Contemplemos la Naturaleza y gocémonos en sus detalles. Ya escribí hace poco un artículo sobre la suerte de caminar por Alicante y sentir cómo nos invade el aroma del mar. Quedémonos a observar el anochecer, cómo va moteándose el cielo de estrellas; levantémonos pronto un día para ver amanecer. Escuchemos más música, leamos más filosofía, escribamos nuestros pensamientos, degustemos cada palabra de cada conversación con nuestros amigos. Demos ánimos a quien lo necesite, agradezcamos siempre con una sonrisa, perdonemos de corazón, ayudemos sin pedir nada a cambio. Esos podrían ser mis propósitos de año nuevo, en este año que hoy comienzo: seguir construyéndome como persona, porque aún tengo mucho camino por delante.