Todos la habrán escuchado. En prensa o radio. Me refiero a la última campaña de la Dirección General de Tráfico. Esa de que, en la caretera, todos estamos conectados. Me parece muy acertada. Y es que es la realidad: todos estamos conectados, pero no solo en la carretera. En la vida también. Incluso hay una teoría para ello, la de los seis grados de separación, la teoría que enunciaría la famosa y recurrente máxima de que «el mundo es un pañuelo». Porque todos conocemos la historia de aquel amigo que, paseando por Venecia en góndola, se encontró con un paisano que resultó ser el mejor amigo de la infancia de su primo segundo. O aquella anécdota de que nuestro nuevo vecino del cuarto es ex cuñado de la tercera novia de nuestro compañero de pupitre en 3º de EGB. El mundo es un pañuelo…
En 1967, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram llevó a cabo un experimento: una serie de personas elegidas al azar tenían que hacerle llegar a un desconocido de Massachusetts, situado a varios kilómetros de distancia, un paquete. Lo único que sabían de él era su nombre, en qué trabajaba y la localización aproximada. Para cumplir la misión, tenían que mandarle ese paquete a una persona a la que conocieran personalmente y que fuera quien tuviera más probabilidades de conocer al destinatario en cuestión. Y así sucesivamente hasta que llegara a su destino. El paquete tardó, como promedio, entre cinco y siete intermediarios. De ahí que la teoría se llamara «seis grados de separación». Luego vendría la obra de teatro homónima de John Guare, en 1990, y la posterior película, tres años después, con guion del propio dramaturgo y protagonizada por Will Smith y Donald Shuterland, entre otros.
Estamos conectados. Cualquier persona del mundo está conectada con otra por menos de siete eslabones. Recientemente, Facebook demostró que, gracias a las redes sociales, podríamos bajar la cifra a cinco. Y, al igual que en aquela otra película, Cadena de favores, ¿por qué no utilizar nuestras proximidades y conexiones para hacer y extender el bien?
Hace poco descubrí la campaña que llevó a cabo Ronny Edry en Internet. Por desgracia, no salió en los telediarios y pocos medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Al caso: este israelí de cuarenta años, ante la aparente inminencia de una guerra entre su país e Irán, decidió mandar un mensaje a todos los iraníes: «los israelíes os quieren», «los mandatarios no representan a toda la población», «no queremos bombardear vuestra nación». La respuesta por parte de los ciudadanos iraníes fue en ese mismo sentido. Emocionante. Y es que son nuestros dirigentes quieren nos enfrentan, quienes provocan el odio, quienes trabajan para aumentar esa afrenta entre pueblos vecinos que conduzca, irremediablemente (o no), al único posible final de una guerra o una confrontación diplomática.
No obstante, debajo de los dirigentes, detrás de las cámaras de televisión, las ruedas de prensa sin preguntas, detrás y más allá de los despachos presidenciales, lejos de los coches oficiales, los guardaespaldas y los jefes de prensa; detrás de todas las esferas del poder y las versiones «oficiales» hay un corazón latente en busca de paz y armonía. Y ese corazón está formado por miles de corazones de ciudadanos anónimos sin voz ni rostro conocido que únicamente quieren vivir en paz, que no buscan conflicto, que ansían la libertad (una libertad que también pasa, no lo olvidemos, por quejarse y manifestarse, un derecho constitucional que ahora pretende ser eliminado en nuestro país).
Tal vez si todos asumiéramos que esa campaña de la DGT, «todos estamos conectados», es más cierta de lo que creemos, comprenderíamos que la Vida, tal y como se nos viene dada por naturaleza, consiste en buscar esas conexiones y transmitir ese mensaje de armonía, paz y respeto. Para que ―ese debería ser nuestro objetivo― podamos transmitir eso mismo a quienes vengan después de nosotros.