Los niños, la música o cualquier tiempo siempre es válido
Noviembre de 2015 REVISTA DE SANTA CECILIA
Es fácil imaginarse cómo se iniciaban en la música los niños del siglo XIX. Y más en un pueblo como Novelda, que por aquellos años no serían más de cuatro calles y varias decenas de casas. La música se heredaba de padres a hijos como otros oficios, igual de manuales pero algo más sacrificados. Y no es que la música no sea sacrificada. Cualquiera que tenga ahora mismo este libro-homenaje en las manos lo sabe. Años y años de estudio diario, horas de no poder jugar con los amigos, ir al parque o simplemente sentarse en el sofá y descansar. Años de compaginar el colegio y el conservatorio, el instituto y el conservatorio. O lo más difícil, el conservatorio y la universidad. Dos carreras al mismo tiempo. Casi nada. Antes no era así. Me imagino a esos niños y niñas del XIX, recibiendo lecciones de solfeo en casa a la luz de la chimenea, o pasándose el instrumento de boca a boca con el abuelo o el padre. Siempre con el deseo de que aquel muchacho logrará algún día llegar adonde no llegó nadie en el pueblo, que saltara a la capital, que después de décadas de estudio e imaginación desbordante sus obras suenen en las mejores salas.
En aquellos años, ser profesional de la música era, quizá como hoy, una quimera que pocos alcanzaban. La verdadera profesionalidad vino mucho después. Aquellos niños y niñas que se iniciaban en la música hacia 1840 en Novelda no pretendían ganarse la vida en este mundo. Querían tocar en la banda, como su padre, sus tíos, sus abuelos. Querían ver otras ciudades, reconocer miradas amigas en esos ojos femeninos que les observaban desde la distancia.
En 1925, la recién nombrada Artística de Novelda ya era una institución a nivel provincial. Así lo atestiguan los periódicos de la época y los premios de la anterior Banda de Novelda. Pero los que empezaban a recorrer la comarca amenizando fiestas patronales y procesiones buscaban lo mismo que la mayoría de los jóvenes que hoy llenan nuestra banda: entretenimiento. Cierto es que ahora hay una dirección preconcebida a la profesionalización; algo así como «ya que estoy aprendiendo a tocar un instrumento, que en un futuro me sirva para algo o me pueda dedicar a esto». Una salida más. Sin embargo, los inicios son los mismos. El gusanillo del comienzo, las clases eternas de solfeo y teoría musical, la embocadura en los labios, el aire que se escapa por todas partes, la afinación del oído. El pensar que esto no es para ti. A los niños de entonces les enseñaban maestros que sabían tocar todos los instrumentos. Ahora son especialistas y el nivel ha crecido, indudablemente.
Si nos imaginamos en una máquina del tiempo y aceleramos los años hasta allí, hasta dentro de cincuenta o sesenta años, seguramente nada cambiará. El aprendizaje podrá ser distinto, pero los instrumentos seguirán siendo iguales y necesitaremos el solfeo, ese lenguaje universal, para hacer música a través de él. Seguirá habiendo compositores. Alguien, con una tableta electrónica o con papel pautado y lápiz, continuará sentándose al piano y cerrará los ojos. Como el que reza en una iglesia. Con esa misma fe: cerrando los ojos y deseando que la magia ocurra. Que las notas broten. Que la música haga brillar los ojos. Porque eso es algo que sí es imposible de imaginar: un mundo sin música.