Así como Ulises soñaba desde las costas de Troya con el día en que por fin volviese a la patria, el viaje de esta Europa parece también vislumbrar su Ítaca en el horizonte. Nuestro viejo continente, curtido en pestes, guerras fraticidas o entre estados, sabio en peleas y derramamiento de sangre, está ante sus horas más duras. Nosotros lo quisimos así, claro está. Fieles al destino que se dibuja con cada latir de nuestros pechos. Incluso Kavafis lo cantó en su célebre poema: «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias». Además, lo quisimos lleno de peligros y aventuras, para ver si superando aquellos y aprendiendo de estas conseguíamos superarnos también a nosotros mismos y aprender a ser mejores.
Soñamos una Europa unida y, después de muchos intentos fallidos, no fue la raza, ni el idioma, ni la religión, sino el dinero y el deseo de una moneda común que hiciera frente al dólar y elevara a nuestra Europa a los altares económicos, con una fuerza parecida a la de los Estados Unidos; solo que nosotros no estábamos unidos. Sobre el papel, una misma bandera, la misma moneda, un parlamento sobresaturado y hasta un himno común, que nosotros cantamos con la letra de Miguel Ríos. En la realidad, una serie de líderes barriendo para casa, aprendices de europeístas que nunca confiaron realmente en una Europa fuerte y unida. Solo pensaron en lo que esa Europa fuerte y unida supondría para sus respectivos países, en todo lo que podrían conseguir (unos, los más ricos, en forma de intereses por préstamos; otros, los más pobres, en forma de dinero contante y sonante que ya pagarían algún día).
Y así nos fue. Cada estado miembro entonando el sálvese quien pueda y acudiendo al rescate cuando ya no quedaba otra alternativa que regalar las llaves del país y largarse bien lejos, a una de esas paradisíacas costas de yates de tres pisos y champán a todas horas. Hoy gobiernan los mercados. Ellos son como aquel Polifemo atroz que devoraba uno a uno los soldados de un Ulises que confiaba demasiado en su astucia y en la suerte que los dioses le brindaran.
Aquí, el ingenio se convierte en picaresca y procuramos exportar toda la sabiduría que podemos. Ni siquiera las mayorías sirven. Ya ven lo que ocurre en España: los mercados quieren más y más; nunca están saciados. Pero como detrás de los mercados siempre hay ojos y cara, digamos que los inversores alemanes, asiáticos o norteamericanos, que compran nuestra deuda y adquieren nuestro país palmo a palmo, quieren más y más. Y nunca se cansarán. Es la hora de decir basta. Si seguimos creyendo en Europa no podemos continuar viviendo al dictado de Bruselas. Volviendo a los versos de Kavafis: «No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón; seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo». Todos esos peligros están dentro de nosotros. El temor a lo desconocido no se encuentra en aquello que no conocemos sino en nuestra predisposición a tener miedo.
Ulises tardó diez años en volver de la guerra de Troya, diez años para un viaje que podría haber hecho en unos pocos días. Ulises quería fundar su odisea, para tener mucho que contar, para hacer grande su leyenda. La odisea de Europa, esa que hoy llamamos crisis y que se está volviendo algo demasiado habitual, ya dura algunos años.
A falta de un Ulises que nos libre de los peligros que acechan nuestro continente, quizá va siendo hora de armarse de valor uno por uno, cada uno de nosotros, levantar la mirada, pensar en grande, confiar en nuestras posibilidades, no venirnos nunca abajo. Y tener claro cuál es esa Ítaca a la que queremos llegar. Ese es nuestro destino, sea cual sea, a pesar de que ahora nos parezca demasiado lejano. Y hasta allí se llega paso a paso, enriqueciendo nuestro espíritu a cada bocanada de aire. Porque aunque la última Ítaca sea la muerte, final o principio de la vida, estamos rodeados de muchas otras Ítacas que podemos ir conquistando simplemente con energía e ilusión.