Mater mea
Revista de Semana Santa, 2020
Habré tocado casi un centenar de marchas de procesión y escuchado otras tantas. Como músico de banda (ahora en excedencia por vivir en una región con muchísima menos tradición musical), he interpretado marchas en múltiples situaciones y ocasiones, pero, sin duda, la Semana Santa, por la continuidad de las fechas marcadas y los actos y por el recogimiento con que se vive dentro y fuera de las filas musicales, representa uno de los momentos clave en el calendario musical. Aunque buena parte de mis más de veinte años como músico he tocado en Novelda, también he disfrutado de la Semana Santa de otros lugares: Elche, Aspe, Vera, La Unión…
Así que, para mí, hablar de una única marcha de procesión supone todo un reto. Hay cientos y cientos de melodías que se cruzan en mi cabeza y los títulos, muchos repetidos o muy similares, se confunden en la memoria. Pero cuando me propusieron escribir estas líneas sobre una marcha de procesión, la primera que me vino a la cabeza es Mater mea, del maestro Dorado. Y, es más, seguramente, si tuviera que hacerlo, entraría en mi lista de cinco marchas favoritas.
Mater mea es una marcha lenta, fúnebre, cuyos cuatro primeros compases en forte y marcato por parte de los metales impregna el sentir general de la obra de un halo de solemnidad que nunca se pierde. Tras esa llamada inicial, un eco en piano,legato, por parte de la sección madera. Esos cuatro primeros compases marcarán la melodía del primer tema (apenas cuatro notas), con llamadas de los metales en las notas largas. El fortissimo del compás 57 tiene uno de los contracantos más hermosos que he tocado. Una confesión: de tanto que me gustaba interpretarlo cuando era trompeta 2.ª de «La Artística», seguí tocándolo cuando pasé a fliscorno 1.º. Y eso que en el papel no aparecía.
El tema final, en modo mayor, también es sublime: la melodía, el sutil acompañamiento, de nuevo el contracanto en el forte final, el piano de los graves en el tercer tiempo del último compás, antes del da capo que nadie hace, que casi nunca se respeta por la calle. Una obra redonda, perfecta. Emocionante.
Cuando termina, cuando solo se escucha el lamento de los pasos arrastrándose por las calles, oscuras, estrechas, en ese Viernes Santo noveldense que uno echa de menos desde el calor de Gran Canaria, uno solo puede cerrar los ojos y dejarse llevar, confiar en que el director diga, después de un par de piezas diferentes, que volvamos a poner en el atril Mater mea.
Ricardo Dorado nació en La Coruña en 1907 y falleció en Madrid, en otoño de 1988. Perteneció al regimiento Guadalajara 20, en Valencia, donde era comandante músico y director de la banda militar, el mismo regimiento en el que mi abuelo, el médico José Jordán, varios años menor, era alférez. Supongo que no se conocieron personalmente, pero me gusta pensar que algún día cruzaron una mirada, un saludo; que algún domingo, durante un concierto, el que muchos años después sería mi abuelo vio dirigir al que en 1962 (casualmente, el año en que nació mea mater) compuso una de las marchas icónicas de nuestra Semana Santa.