La SGAE contra Rockola

La SGAE contra Rockola
Noviembre de 2009   REVISTA DE SANTA CECILIA

Hay canciones que nos gustaría que nunca terminaran, que fueran eternas. Versos que no queremos dejar de leer. Que quisiéramos hacerlos tan propios que siempre estuvieran con nosotros, como un latido mágico y continuo. Como aquello que nos pertenece, pero no es nuestro.

Las canciones, así como la música en general, no son de quienes las escriben o las componen, sino de aquellos que las escuchan. Hacemos nuestras todas esas melodías que nos ponen el vello de punta, esas frases que soñamos escribir (pero no hicimos) e incluso, una de esas tardes grises de la adolescencia, nos descubrimos recitándole los versos prestados de «aquella» canción a una muchacha de ojos pardos que apenas tiene ganas de oírnos (pero que quizá no tenga más remedio).

El mejor día de aquella adolescencia es, sin duda, cuando nos damos cuenta de que esas melodías, de que esas canciones, eternas ya para nosotros, hacen también vibrar a mucha más gente. Al apreciar que el mundo va mucho más allá de las cuatro paredes de nuestro corazón (en venta), aprendemos a vivir un poco mejor. Y vivir es escuchar canciones. (Y viceversa.)

Hace unos meses descubrí una buena forma de vivir mientras se escuchan canciones. Me hablaron de http://www.rockola.fm, una radio por internet que hace realidad ese deseo primitivo y primario de que la radio nos regalara la canción adecuada según el momento preciso. A veces ocurría, y se lo agradecíamos al caprichoso azar. Pero para todos aquellos que ya peinamos canas y vamos perdiendo la fe en el azar, nos faltaba una radio de ese tipo: seleccionamos nuestra década favorita (desde antes de los 50 hasta la actualidad) y nuestro estado de ánimo (entre sentimental, melancólico, intenso y optimista, pudiendo acercarnos más o menos a cada zona), y de inmediato comienza a sonar el listado de canciones que más se adecua a nuestro ánimo. Podemos cambiar cuando queramos de década, de idioma de las canciones, de estado… Vamos, toda una gozada.

Escuchando esa radio por internet he descubierto grupos o solistas que ni conocía, me he reencontrado con viejas y hermosas canciones que dormitaban en el olvido de la memoria y, por supuesto, también me he sonrojado al recordar aquellas letras con que el niño que habita todavía en mí intentaba ligarse (en vano) a las muchachas del colegio de monjas que había delante de la casa de un amigo.

Las canciones forman parte de mi vida y de la vida de muchos, son la melodía de nuestros mejores momentos, de los ratos tristes y de los amables. Ponerle precio a esos momentos, como hace la SGAE, no tiene sentido. Está claro que el compositor no debe perder en ningún momento los derechos de autor de su obra, pero comparando el compositor musical con el escritor, los dos cobran por disco o libro vendido, pero con la salvedad de que la SGAE cobra también por disco escuchado y nadie se encarga de cobrar cada vez que un libro se lee en público. Ustedes pueden pensar: ¿quién va a saber si yo estoy leyendo en público la muy recomendable novela de Stieg Larsson Los hombres que no amaban a las mujeres? Nadie, ¿verdad? La SGAE tampoco puede saber a ciencia cierta qué música se está escuchando en cada momento. La solución es, por tanto, cobrar un canon por todo, canon que luego no se reparte a los autores. Soy socio de número de la SGAE y lo único que he percibido de la Sociedad viene por una obra incluida en el CD del centenario de la Unión Musical de Montesa, y no por las reproducciones de dicho disco. ¿Eso quiere decir que nadie ha escuchado ese disco? Ni yo mismo lo sé, pero la SGAE tampoco.

La Propiedad Intelectual es la mejor contraprestación. Es más cara, pero protege al autor por completo sin buscar nada a cambio. Seguiré mandando mis obras a la SGAE y registrándolas también en la Propiedad Intelectual. Pero también continuaré escuchando «Rockola.fm» en la intimidad de mi habitación, allá donde las canciones solo suenan en la memoria infinita, allá donde nadie podrá cobrarme por los ratos vividos de mi felicidad.