Sergio Mira Jordán

La importancia del silencio

La importancia del silencio
Noviembre de 2010   REVISTA DE SANTA CECILIA

En mis clases de Solfeo, cuando llega ese momento en el que los alumnos comprenden que una corchea no siempre dura medio tiempo y que el matiz nunca es absoluto, es posible que muchos se pregunten (y cuestionen) la necesidad y la importancia del silencio. Pasado el trámite de distinguir silencios de redonda y blanca y saber escribir silencios de negra sin recurrir al «cinco sin cabeza» (mis alumnos lo entenderán) o a la letra zeta (por favor, no…); pasado eso, decía, el interés por el silencio deja de ser unitario, algo que afecta al compás, tiempo y parte en el que aparece, para convertirse en un elemento que estudiar y analizar con relación a una frase musical o, incluso, a toda una obra.

Ya sea un instante de respiración o de reposo, durante lo que dura el silencio musical (sobre todo cuando estos se escriben para todas las voces a la vez) el intérprete se encuentra a solas con la partitura y su instrumento. Nada importa más. Y más allá de eso, la nada más enorme y absoluta.

El caso extremo es el de 4’33’’, obra compuesta por John Cage y estrenada el 29 de agosto de 1952 en la ciudad norteamericana de Woodstock. Ese día, tal y como cuenta Alex Ross en su recomendable ensayo El ruido eterno: escuchar al siglo XX a través de su música (Seix Barral, 2009), el pianista «David Tudor salió al escenario, abrió la tapa del piano y no hizo nada». La obra tenía tres movimientos y en todas ellas se dibujaba la palabra TACET, indicando al intérprete que estuviera cuatro minutos y treinta y tres segundos en silencio. La música que se creaba por la incertidumbre del público era en realidad la obra. Como decía el mismo compositor, era algo que podría haber escrito cualquiera, pero que nadie más hizo.

En música, el silencio se emplea para crear tensión, para quitarla o para dar un descanso al intérprete después de un pasaje largo o complicado. Y también, claro está, para poder jugar con los distintos timbres y sonoridades de, por ejemplo, una banda de música, ya que todos los instrumentos sonando a la vez durante toda una obra generarían un forte continuo que el director habría de limar muy bien, colocando aquí y allá matices de contención para enriquecer una partitura inicialmente pobre. Por ese motivo, cualquier partichela que podamos observar tendrá silencios en los compases e, incluso, varios compases de espera. Eso es lo lógico. Por supuesto, teóricamente cada uno puede hacer lo que prefiera, y aquí incluyo a mi amiga Regina Midorrojas, que, siendo ella muy dada a los juegos musicales, no dudó en escribir una pieza que, al contrario de la de John Cage, no contuviera ningún silencio musical. La obra estaba compuesta para flauta, clarinete requinto, saxo tenor, trompa, trompeta, tuba y vibráfono. Para evitar el problema de un volumen sonoro elevado, Regina colocó matices de forte o fortissimo a instrumentos (como la flauta o el vibráfono) que tienen una menor sonoridad y matices de piano o pianissimo a instrumentos que tienen una mayor sonoridad, como son el saxofón y la trompeta. En mezzo forte venía escrito el papel de trompa y tuba y el de clarinete requinto, que era el solista de la pieza que llevaba por título un esclarecedor Sin descanso, para requinto y amigos. La partitura de la obra luce entera sin ningún silencio y únicamente salpicada por comas de respiración obligatoria. Al final hay un larguísimo calderón que ocupa tres compases de 15/8. Tras eso, como en todas las obras al llegar la barra final, un instante de silencio previo a los aplausos del público.

Pero el silencio, como ya se ha comentado antes, sirve generalmente para liberar una tensión creada por varios instrumentos a la vez, como una gran respiración profunda (para intérpretes y público) en la que todo vuelve a su sitio. La calma tras la tormenta. La quietud pura después de un rápido pasaje de semicorcheas in crescendo que desemboca en un acorde de tónica a plena voz que parece decir «Bienvenido a casa, puedes quitarte los zapatos y relajarte».

Y en el fondo, eso es lo que la música (con más o menos silencios) debería ser: un modo de relajación absoluta en el que podamos efectuar una perfecta comunicación y conexión entre nuestro Yo, nuestro Ello y nuestro Superyó, según conceptos del psicoanálisis freudiano.

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