«El ritual de los Musgrave»

Al estilo de Edgar Allan Poe

Estamos ante otro de los primeros casos de Sherlock Holmes, una de las doce mejores historias del detective, según Conan Doyle. Avanzado el tiempo, el joven detective ya ha abierto consulta propia (a raíz de la aventura de la corbeta Gloria Scott), en «unas habitaciones de Montague Street, junto a la esquina del British Museum», y recibe un encargo. El relato fue publicado por Arthur Conan Doyle en mayo de 1893 en The Strand Magazine; es decir, un mes después del caso del que hablé la semana pasada, también ilustrado por Sidney Paget, y tiene un aire a Edgar Allan Poe. Como sabemos, en 1894 aparecería dentro del volumen Las memorias de Sherlock Holmes.

Un edificio de Montague St., frente a la esquina del Museo Británico

La introducción de este relato sirve para que Watson profundice en la caracterización de su amigo:

A pesar de que en sus métodos de pensamiento era el más ordenado y metódico de todos los hombres, y aunque también mostraba un cierto esmero discreto en su manera de vestir, en sus hábitos personales era, en cambio, uno de los hombres más desordenados que jamás hayan llevado a la desesperación de un compañero de pensión.

Sherlock guarda los cigarros en el cubo para el carbón; el tabaco, en la punta de una zapatilla; la correspondencia sin abrir está clavada con una navaja en la repisa de madera de la chimenea. Además, gustaba de adornar la pared dibujando las letras V. R. (Victoria Regina) a base de disparos. También conservaba productos químicos y «reliquias del mundo criminal» en la mantequera; o tenía los apuntes y papeles de sus casos por doquier.

Ese es el detonante que abre «El ritual de los Musgrave»: la petición por parte de Watson de que Holmes ordene la habitación. Poco después, Sherlock sale de su dormitorio con una gran caja metálica.

—Aquí hay casos de sobra, Watson —anunció, mirándome con ojos maliciosos—. Creo que si supiera usted todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara parte de su contenido en vez de meter más papeles en ella.

Viéndolo desde la perspectiva actual, y sabiendo la evolución del personaje de Sherlock Holmes y el deseo de su creador de ir desvinculándose de él (en Las memorias… apareció el relato en el que Holmes muere, lo que supuso un paréntesis de unos diez años sin publicaciones), podemos suponer que Conan Doyle buscaba con esa afirmación la tranquilidad de los lectores: hay casos más que suficientes…, lo que pasa es que no quiero escribirlos.

Watson, ante esa caja repleta de apuntes, le pregunta por los primeros, y Holmes refiere una relación de casos no escritos. A saber: el asesinato de Tarleton, el de Vamberry, el comerciante de vinos, la aventura de la anciana rusa… Entonces, Sherlock saca «un trozo de papel arrugado, una llave de bronce de modelo antiguo y tres discos metálicos viejos y oxidados». Todo ello sirve para recordar la aventura de «El ritual de los Musgrave».

Toma la palabra, de nuevo, Sherlock Holmes (se abre la muñeca rusa) para hablarnos de Reginald Musgrave, un antiguo compañero de colegio. De porte y familia aristocrática, se presenta una mañana ante Holmes para explicarle lo que sucede en Hurlstone, al oeste de Sussex, donde el joven soltero tiene una finca, una mansión antigua (heredada de su difunto padre) y mantiene «una considerable plantilla de sirvientes»: en total, ocho criadas, una cocinera, el mayordomo, dos lacayos y un muchacho.

El más veterano del servicio es Richard Brunton, el mayordomo., un antiguo maestro escuela viudo de solo 40 años que es un «poquitín don Juan», en palabras de su amo. Tras algunos breves amoríos, el mayordomo sufre un arrebato de fiebre cerebral, que lo hace caer en desgracia y, finalmente, provoca su despido.

Sigue relatando Reginald Musgrave (más mise en abyme, ya vemos que es recurrente en Conan Doyle) que una noche en que no puede dormir baja a la biblioteca y allí se encuentra al mayordomo.

Estaba sentado en un sillón, con una hoja de papel que parecía un mapa sobre su rodilla, y la frente apoyada en su mano, como sumido en profundos pensamientos. […] De pronto, mientras yo miraba, abandonó el sillón, se encaminó hacia un escritorio situado a un lado y abrió uno de los cajones. De este sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo alisó junto a la velita y contra el borde la mesa.

Arthur Conan Doyle crea tensión y mantiene la intriga de forma excepcional: papeles en una caja metálica que hacen que Sherlock recuerde el caso; Musgrave hablando sobre el mayordomo para aumentar el misterio… Todo nos conduce a seguir leyendo, a pasar la página.

Sorprendido ante el desparpajo con el que el mayordomo abre y cierra cajones, Reginald decide despedirlo de forma fulminante. Los papeles que Brunton estaba mirando eran «una copia de las preguntas y respuestas en el singular y antiguo ceremonial conocido como Ritual de los Musgrave». Más misterio, más intriga. Volveremos a ello más tarde.

Pocos días después del incidente, en ese margen de tiempo que el mayordomo tenía para abandonar la mansión, Reginald se entera por Rachel Howells, la camarera, que también está enferma, que Brunton ha desaparecido.

Sus ropas, su reloj e incluso su dinero se encontraban en su habitación, pero faltaba el traje negro que usualmente llevaba. También habían desaparecido sus zapatillas, pero había dejado sus botas.

Registran la casa, pero el mayordomo no aparece por ninguna parte. Y la policía local tampoco encuentra ninguna pista, ni siquiera examinando los alrededores.

Tres días después también desaparece la camarera. Rachel Howells había estado encamada, delirando incluso, y una mañana encuentran la cama vacía y la ventana abierta. Aquí sí pueden seguir el rastro de las pisadas: huellas por el césped que conducen al borde de un lago, donde desaparecen. ¿Se ahogó? Eso parece, una referencia literaria a la Ofelia de Shakespeare, que se hace evidente cuando el narrador de la historia nos cuenta que ellos se amaron y luego ella tuvo motivos para odiarlo.

Drenan el lago, pero no hallan ningún cadáver. Sin embargo, sacan a la superficie un curioso objeto:

Una bolsa de lona que contenía un bloque de viejo metal oxidado y descolorido, así como unos cuantos guijarros y trozos de vidrio deslustrado.

Sherlock pregunta por el papel con esa serie de preguntas y respuestas del ritual de los Musgrave, un proceso que cada miembro de la familia debía seguir al hacerse cargo de la casa desde mediados del siglo XVII. Aquí está:

Sherlock deduce enseguida que se trata de una especie de mapa del tesoro. Esa misma tarde toman un tren hacia Sussex y Holmes se planta en la mansión de Hurlstone.

Lo primero que hace es tratar de descifrar ese extraño ritual. Y empieza por el roble, que está a la izquierda del camino que lleva hacia la casa. Luego pregunta por el olmo, que, aunque fue derribado por el rayo (como el de Machado en su posterior poema), todavía marca su antiguo lugar con un tocón.

Sorprendentemente, Reginald recuerda a la perfección la altura de ese olmo desaparecido (sesenta y cuatro pies), todo porque un viejo profesor suyo le planteaba problemas de trigonometría siempre relacionados con medición de alturas. Resulta que Brunton también se había interesado tiempo atrás por la altura de aquel olmo. Sherlock lo dispone todo para, ayudándose de un cordel, imaginar la sombra del olmo.

El sol rozaba ya la copa del roble. Asegure la caña de pescar en el suelo, marque la dirección de la sombra y la medí. Su longitud era de nueve pies.

Desde luego, el cálculo era ahora de lo más sencillo. Si una caña de seis pies proyectaba una sombra de nueve, un árbol de sesenta y cuatro pies proyectaría una de noventa y seis, y ambas tendrían la misma dirección. Medí la distancia, lo que me llevó casi hasta la pared de la casa, y fijé una clavija en aquel punto.

A un par de pulgadas de ahí Holmes aprecia una pequeña depresión en el terreno. Después, guiado por su brújula de bolsillo, obedece al ritual de los Musgrave para encaminar sus pasos hasta un pasadizo enlosado. Pero las losas están unidas y no parecía haber grietas o rendijas.

Musgrave tiene la clave: es en el sótano. Allí, junto a una losa grande y pesada, encuentran la bufanda a cuadros del mayordomo.

La policía del condado acude a la apertura de la losa. Tras ella, «una pequeña cámara de siete pies de profundidad y cuatro de anchura», donde hay un arca de madera con lo que parecen ser monedas antiguas, del tiempo del reinado de Carlos I (1625-1649). Junto al arcón, está el mayordomo, muerto. Y en la bolsa que rescataron del lago encuentran la corona real, «doblada y retorcida hasta perder su forma original».

Esa es la clave de la última parte del ritual de los Musgrave:

«¿De quién era? Del que se ha marchado». Esto fue después de la ejecución de Carlos. Y a continuación: «¿Quién la tendrá? El que vendrá». Esto se refería a Carlos II, cuyo advenimiento ya estaba previsto. No creo que pueda haber duda de que esta diadema maltrecha e informe rodeó en otros tiempos las reales frentes de los Estuardo.

Y como nadie, generación tras generación (salvo el mayordomo y, por supuesto, Sherlock Holmes), supo resolver el secreto oculto tras el ritual, la corona quedó escondida. Ahora la muestran, tras pagar una considerable suma y algunas dificultades legales, en la finca de Hurlstone. Sobre la camarera Howells, a la que Holmes considera la asesina: «lo más probable es que se marcharse de Inglaterra y se trasladase, junto con el recuerdo de su crimen, a algún país de allende los mares».

Ni pensar siquiera en una búsqueda internacional, un tratado de extradición o una Interpol. Eran otros tiempos. De impunidad.

El relato funciona a la perfección: breve, creciente intriga, papeles misteriosos, criptas ocultas, una historia dentro de otra… Los ingredientes perfectos para continuar leyendo. Decíamos al principio que se podría conectar con un relato de Edgar Allan Poe: «El escarabajo de oro», publicado en 1843. En él también encontramos un tesoro oculto tras una pista (en el caso de Poe, un criptograma) y alguien que mata a otra persona para obtenerlo.

Comentarios

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