El más importante caso internacional
Arthur Conan Doyle publicó El regreso de Sherlock Holmes en 1905. Tras haber asesinado a su personaje en «El problema final» (publicado en diciembre de 1893), el autor se vio obligado a revivirlo en la novela El sabueso de los Baskerville, que transcurre antes de la desaparición de Holmes, y, ante la continua insistencia de los lectores, volvió a las páginas de The Strand Magazine. «La aventura de la segunda mancha», publicada en 1904 e ilustrada de nuevo por Sidney Paget, fue considerada por Conan Doyle como una de sus mejores doce historias y cerró el libro de El regreso…
En el párrafo inicial (y recuerdo que estamos siguiendo la lectura cronológica que propone la editorial Cátedra en la edición de las obras completas) nos enteramos de que Sherlock Holmes, una vez retirado, pasará a dedicarse al «estudio y la apicultura en las tierras bajas de Sussex», aburrido por la notoriedad, lo que supone un claro mensaje a los lectores, ¿verdad? Ahora «La aventura de la segunda mancha» puede ser conocida por el gran público, pero Watson es reticente a profundizar en los detalles, puesto que es un asunto internacional. De hecho, ni siquiera dice en qué año suceden los hechos, limitándose a un mero «martes de otoño por la mañana», momento en que se presentan en Baker Street (gracias a ello se puede situar la historia en la época en la que todavía vivían juntos los dos personajes) dos visitantes famosos en toda Europa:
Uno de ellos, austero, solemne, dominante y con ojos de águila, era nada menos que el ilustre lord Bellinger, dos veces primer ministro de Gran Bretaña. El otro, moreno, elegante y de rasgos muy marcados, apenas entrado en la madurez y dotado de toda clase de cualidades físicas y mentales, era el muy honorable Trelawney Hope, ministro de Asuntos Europeos y el estadista más prometedor del país.
Ha desaparecido un documento, un documento tan importante que «su publicación podría provocar fácilmente […] complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo». El documento en cuestión se trata de una carta de un dirigente extranjero, con «un sobre largo y delgado, de color azul claro» y el señor Hope cuenta que no se atrevió a guardarla en su caja fuerte, sino que siempre la llevó consigo y pasaba las noches dentro de un maletín cerrado con llave en el interior de su dormitorio de Whitehall Terrace. Ese martes de otoño por la mañana ya no estaba.
El ministro de Asuntos Europeos amplía detalles. Nadie (ni siquiera su esposa) conocía la existencia de aquella carta. Y, a pesar de que el maletín estuvo sin vigilancia durante cuatro horas, la mujer que limpia por la mañana, su ayuda de cámara y la doncella de su mujer son «servidores de confianza», que no podían saber que dentro del maletín se encontraba ese papel de vital importancia.
En toda Inglaterra solo hay un puñado de hombres que conozcan la carta (los ministros del Consejo y dos o tres altos funcionarios). En el exterior, únicamente la persona que la escribió, ni siquiera sus ministros…
Ya sabemos que Conan Doyle es un experto en crear tensión, en controlar los tiempos y, en definitiva, como ya hemos visto en anteriores relatos, en provocar que la lectura fluya. Pero también sabe cómo desviar la atención para la sorpresa final.
El interés es tal que ahora los lectores nos hemos convertido en Sherlock y, al igual que él, queremos (necesitamos, más bien) conocer los detalles de la misiva. Es un asunto de Estado, pero el primer ministro cede ante la idea de que Holmes rechace el caso.
La carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La ha escrito en un arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se publicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal calibre que me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país se vería envuelto en una terrible guerra.
Sherlock Holmes, por supuesto, adivina el nombre del autor de esa carta, pero Watson no transcribe el nombre para salvaguardar los intereses de la patria. El contexto de Europa en el momento de publicarse «La aventura de la segunda mancha» es previo a la Gran Guerra, por lo que, de algún modo, esta historia vaticina la Primera Guerra Mundial. De acuerdo con el primer ministro, la carta fue robada por alguien que desea que se inicie una contienda internacional. Y el detective lo tiene claro: «Prepárese para la guerra», puesto que si alguien robó esa carta el día anterior, hacia las siete y media de la tarde, a esas alturas del día siguiente, la carta y el ladrón podrían estar en cualquier parte.
Holmes empezará la búsqueda siguiendo la pista de tres agentes secretos y espías internacionales: Oberstein, La Tothiere y Eduardo Lucas. La hipótesis inicial (y aquí tenemos uno de los enormes peros de este relato) es que alguien de la casa sustrajo la carta para dársela a alguno de esos espías. Si cualquiera de ellos no da señales de vida es que tiene la carta, porque nadie se desharía de un botín tan valioso.
Pronto se descarta a uno de ellos. Eduardo Lucas fue asesinado la noche anterior en su casa de Godolphin Street, «situada a la sombra de la gran torre del Parlamento». Lo apuñalaron en el corazón con una daga india de hoja curva que el asesino descolgó de la pared. Holmes lo tiene claro: la coincidencia de las horas y la proximidad de la mansión de Lucas y Whitehall Terrace hace que los sucesos estén relacionados.
Seguidamente, la señora Hudson (en su primera aparición temporal en las aventuras de Sherlock Holmes) anuncia la llegada de la esposa del ministro de Asuntos Europeos, lady Hilda, hija menor del duque de Belminster, que trata de averiguar en vano el contenido del documento robado. Cuando se marcha, Holmes saca a relucir una misoginia que ha sido muy criticada pero que solo podemos entender desde el contexto en que se escribió el relato: «bello sexo», «los motivos de las mujeres son inescrutables», «sus comportamientos más extraordinarios pueden depender de una horquilla o un rizador de pelo»…
Respecto al asesinato de Eduardo Lucas, se detiene y luego se pone en libertad al ayuda de cámara, John Mitton. El inspector Lestrade pone al día de todo a Sherlock Holmes. Días después, el Daily Telegraph publica lo que parece la resolución del asunto. Al parecer, Eduardo Lucas llevaba una doble vida en París bajo el nombre de Henri Fournaye, y fue asesinado en Londres por su esposa, de origen criollo, debido a un ataque de celos. Respecto a la carta, ninguna noticia y eso, teniendo en cuenta el contenido, ya es noticia.
Lestrade convoca al detective y su escudero a la escena del crimen de Eduardo Lucas para contarle «una pequeñez de esas que a usted le interesan»: la alfombra sobre la que se desangró el espía dejó una segunda mancha en el suelo, pero alguien la movió de sitio y las dos manchas no coinciden. ¿Quién movió la alfombra y por qué?
Aprovechando que el policía sale de la habitación, Holmes y Watson levantan la alfombra y descubren una cavidad pequeña y negra bajo el suelo, pero estaba vacía. El guardia que vigilaba la estancia confiesa que la noche anterior dejó pasar a una señorita «muy respetable y muy bienhablada», que solo quería ver la escena del crimen y que, sabemos nosotros, fingió un desmayo para poder robar lo que hubiera escondido en ese hueco del suelo. La descripción de esa mujer (guapa, elegante, discreta…) hace que Sherlock resuelva el caso. Antes de salir de la casa lo confirma:
En el escalón de entrada, Holmes dio media vuelta y enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra.
—¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro.
Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo.
Queda poco. El propio detective lo anuncia: «Está a punto de levantarse el telón para el último acto», mostrando aquí Conan Doyle que la estructura del relato está clara desde el inicio. La lectura ha fluido sin problemas. La intriga crece y solo queda el clímax, con la resolución del misterio.
Se dirigen a la residencia del ministro Trelawney Hope y Holmes le pide a su esposa, lady Hilda, que le entregue la carta sustraída. Al policía de la escena del crimen de Eduardo Lucas le había enseñado una fotografía de ella y, ante la evidencia, la esposa del ministro termina por confesarlo todo y devolver el sobre al maletín. Sherlock está dispuesto a perdonarla y encubrirla siempre que le cuente los motivos de sus actos. En este momento se inicia una cuenta atrás. Recuerdo aquí uno de los consejos de Chuck Palahniuk en su libro Plantéate esto: «Si tus relatos tienen tendencia a avanzar a trancas y barrancas, perder ímpetu y desinflarse», introduce un reloj.
En narrativa, el reloj del que estoy hablando es cualquier cosa que limite la longitud del relato, obligándolo a terminar en un momento dado.
Chuck Palahniuk, Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo (página 106)
El tic-tac de ese reloj hará el resto. Un recurso recurrente en cientos de novelas, relatos o películas.
El ministro llegará en diez minutos y ese es el tiempo del que dispone su esposa para contarlo todo. De nuevo, la misoginia aflora: casi empieza la Primera Guerra Mundial por culpa de una «carta imprudente que escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva y enamorada» que había caído en manos de Eduardo Lucas. Este le hace chantaje y le pide que le proporcione el documento de asunto internacional. Justo cuando se encuentran, la esposa parisina de Lucas/Fournaye irrumpe en la habitación pensando que la mujer del ministro es alguna amante. El forcejeo termina con la muerte del espía y, días después, con la recuperación del documento del escondite del suelo con la estratagema del desvanecimiento.
Cuando Trelawney Hope llega, la carta ya está en su sitio, como por arte de magia. Holmes cumple su promesa: ha encubierto a la esposa del ministro. Y doblemente: porque el secreto de alcoba de aquella carta juvenil queda a salvo y también queda sin conocerse que era ella quien había robado el comprometido documento.
Y ahora un detalle nimio: «La aventura de la segunda mancha» se resuelve gracias a que Lestrade, tantas veces vilipendiado y criticado por Holmes, lo hace llamar para trasladarle el detalle de la sangre en la alfombra que no coincide con la mancha del suelo. Para que luego lo critique tanto.