Sergio Mira Jordán

Reseña de «Bandersnatch»

Se atribuye a William Gass la creación del término «metaficción». Fue en 1970, en su libro Fiction and the Figures of Life. Así lo describía:

Hay metateoremas en matemáticas y lógica, la ética tiene su propia lingüística, en todos lados, jergas para referirse a otras jergas están siendo construidas, y el caso no es diferente en la novela. No me refiero a esas monótonas y predecibles obras acerca de escritores que están escribiendo acerca de lo que están escribiendo, sino a ésas, como algunos de los trabajos de Borges, Barth y Flann O’Brien, por ejemplo, en los cuales la forma de la ficción sirve como el material a través del cual otras formas pueden ser impuestas. En realidad muchas de las llamadas antinovelas son realmente metaficciones.

La metaficción, nos recuerda la profesora Carmen Dorado Arroyo, «es un fenómeno tan antiguo como la literatura misma». Historias dentro de la historia, personajes que escriben la novela que está leyendo el lector, personajes que hablan con el autor… Sigue la autora de Panorama de la metaficción (Vos Ediciones, 2020):

Basta con mencionar Hamlet de Shakespeare y en la tradición literaria hispánica La vida es sueño y El gran teatro del mundo, de Pedro Calderón de la Barca; Lo fingido verdadero y Los locos por el cielo, de Lope de Vega; El vergonzoso en Palacio y La fingida Arcadia, de Tirso de Molina; El retrato de las maravillas, Los baños de Argel, La gran sultana, La entretenida y Pedro de Urdemalas, de Cervantes. Esto es aún más evidente en los textos de carácter burlesco, donde la intertextualidad, la parodia y la tematización de la ficción son necesarias en la construcción de estas obras. Tal es el caso de las comedias burlescas El cerco de Tagarete, de F. Bernardo de Quirós o de Las mocedades del Cid, de Jerónimo de Cáncer.

Y, obviamente, Don Quijote de la Mancha. Siempre me ha gustado ese tipo de juegos literarios que suponen un ejercicio intelectual para el lector. Pues bien, el otro día me topé —¿o alguien lo eligió por mí?— en Netflix con la película Bandersnatch (David Slade, 2018), inscrita en el universo de Black Mirror. En ella se puede decidir cualquier cosa, desde lo más nimio, como los cereales del desayuno de nuestro álter ego y protagonista Stefan Butler o la música que escucha o compra, hasta lo más trascendental, como con quién habla, de qué habla, qué hace…

De ese modo, se construye una película que es, al mismo tiempo, muchas películas. No es nada nuevo, ya lo hemos visto. En esos años 80 del siglo XX en los que se ambienta la película se pusieron de moda los libros de «Elige tu propia aventura». Todos leímos alguno en la escuela o en la biblioteca: narraciones sencillas, historias en general de aventuras o ciencia ficción que nos ponían en la tesitura de escoger un determinado ramal del camino, hacer caso o no a lo que nos mandaba el mago de turno, etc. Dirígete a la página 37 si bebes del cáliz eterno; ve a la página 132 si no aceptas la carta que trae el mensajero. La inmensa mayoría de esos libros estaban escritos en segunda persona, para así hacer partícipe al lector de las decisiones del personaje como si fueran las propias.

En la película escogemos entre dos opciones que se abren en pantalla y que, a través del mando del televisor o del dedo si estamos con una tableta, van configurando las distintas posibilidades de la trama. El argumento es sencillo, pero las ramificaciones son enormes: el joven Stefan Butler vive con su padre y escribe el código de un videojuego de opción múltiple basado en el libro Bandersnatch, de Jerome F. Davies, que perteneció a su difunta madre (podemos escoger enterarnos antes o después de lo que ocurrió). La empresa Tuckersoft, para la que trabaja otro desarrollador de videojuegos, Colin Ritman, decide comprar la idea y Stefan se pone manos a la obra. Cómo acabe todo será, literalmente, asunto nuestro. He leído que hay catorce finales diferentes para una película que habla sobre el destino y el libre albedrío.

Una película de muy buena factura, con un guion impresionante (ni me imagino el trabajazo que tiene escribir todo eso) y que ejemplifica gran parte de las propiedades de la metaficción que enumera Carmen Arroyo en su ensayo: autoconsciencia, autorreferencialidad, lector (espectador) copartícipe…

En definitiva, un juego con el espectador que permite múltiples lecturas, infinitos análisis y que, seguro, obliga a no despegar los ojos de la pantalla ni un segundo.


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