¿De dónde vienen las ideas? Es la primera pregunta que se le suele hacer a un escritor, algo que resume un cúmulo de cuestiones que suelen aflorar en los turnos de preguntas de una presentación o un encuentro con lectores: ¿Qué inspiró esa última obra? ¿Dónde está el germen para ese cuento, ese relato, esa historia? ¿Cuál fue la chispa inicial?
Lo cierto es que no hay una respuesta clara, pero me gusta esa imagen de Paco Roca para plasmar la inspiración de José Manuel Casañ, de Seguridad Social, en ese fabuloso cómic que es La encrucijada (Astiberri, 2017): un tipo andando por la calle con una parabólica como cabeza.
El escritor (y, en general, cualquier creador), aunque no lo crea, hace lo mismo. Y a pesar de que en cuanto alguien sabe que escribes viene a ti corriendo a contarte sus últimas vacaciones, cuando perdió el vuelo de enlace y conoció al amor de su vida en la sala 5 de un aeropuerto provincial; o a relatarte con pelos y señales las trastadas que hacía de pequeño cuando se juntaban los colegas del barrio, porque «ahí tienes material suficiente»; a pesar de eso, decía, el autor no quiere historias que le vengan o le sean dadas; necesita historias que estén pasadas por el filtro de lo personal. Y eso no quiere decir, ni mucho menos, que solo podamos escribir (o cantar, dibujar, componer…) acerca de lo que nos ha pasado. El filtro de lo personal va mucho más allá y no se ciñe a las vivencias, puesto que, de lo contrario, ¿qué haríamos con la ciencia ficción, la novela histórica, la de terror, etc.? Lo personal es nuestro modo de ver, de construir las historias, nuestro punto de vista sobre la vida. Y eso, en mayor o menor medida, está en todo lo que escribimos, sea del género que sea.
En mi caso, las historias parten de una imagen. El repicar monótono del agua surgió de un tipo saliendo de la cárcel en una fría mañana con charcos en el asfalto. Bajo las piedras, con una mujer arañando las paredes del pozo al que la habían tirado. Una extraña en la madriguera, con un viaje en coche, entre la bruma, madre e hija sin hablarse.
Suele pasar que es la primera escena de la novela, aunque no siempre. En ocasiones, se trata de la escena final, o alguna de por en medio. Otras veces, es un momento que finalmente descarto, pero que sirvió de impulso para hilar la trama.
Hace años me vino una imagen: una cámara submarina llegando a la orilla. Ahí había una historia, desde luego. Pero la escena quedó ahí, casi en el olvido. Desde ese momento, he escrito algunos libros, propios y ajenos, no siempre novelas. Sin embargo, la imagen de la cámara estaba ahí, en algún lugar de la memoria, aguardando.
En agosto leí en el periódico la noticia de un ahogamiento durante un bautismo de buceo y, no sé por qué, todo se conectó en mi cabeza.
Todavía quedaban, no obstante, algunos aspectos por pulir, pero parecía que la trama tomaba forma. Y lo hice, casi de un tirón. A finales del mes pasado ya tenía hecha una escaleta y había esbozado los principales personajes y sus relaciones, había redactado algunas escenas básicas.
La historia ya no tiene nada que ver con esa primera que se me ocurrió cuando apareció la imagen de la cámara submarina, pero todo partió de ahí.
Por eso, no hay que dejar nunca de poner la parabólica. Y eso significa leer (novelas, ensayos, periódicos…), escuchar (radio, noticias, podcasts…); en definitiva, mirar la vida con ojos de creador.